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Sentimientos patrióticos vibraban en cada uno de los hombres y mujeres que se alistaban para una acción armada contra el tirano. Corría entonces el año 1953. En una hazaña como la que se preparaba era imprescindible la emoción, ánimos exaltados. El líder lo sabía bien y piensa en el valor movilizador de una marcha.

 

Quiso el destino que Fidel confiara en Agustín Díaz Cartaya para que escribiera los versos  que, cantados, llevarían en sus corazones aquel 26 de julio.

Tal vez no sea imprescindible repetir la frase de aquel anuncio de la Venecia entonces pionera de la publicidad turística. Asumo, sin embargo, el riesgo para decir que los periodistas debemos tener como patrón la frase de «Vivir no es necesario; viajar es necesario». Y no pretendo —¿está claro?— con- vertir a mis colegas, ni a mí mismo, en turistas. Sería una propuesta indigna de nuestro oficio, en cuyo ejercicio andamos por aquí o por allá, dentro de Cuba o fuera de ella con el propósito de hallar actos, personas y personajes con los cuales divulgar la crónica del presente, y nutrir la historia, que juzgará si obramos con acierto o si la tinta moral no nos alcanzó para llegar a lo más humano de los acontecimientos.

 

Desde que se entra a Artemisa se res­pira el aire del Moncada y de los már­tires artemiseños que allí dieron su vida. Al lado izquierdo de la Carretera Cen­tral, de Guanajay a la Villa Roja, aparecen los túmulos que indican la partida de los asaltantes hacia Santiago de Cuba; son cu­bos de mármol y, según afirman, el escultor escogió este elemento geométrico “por ser el más simple y puro”, como representación de las ideas por las cuales lucharon los hom­bres que el 26 de julio de 1953 asaltaron los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Cés­pedes, en Santiago de Cuba y Bayamo, res­pectivamente.

 

No es una apertura literaria, son unas palabras, las que puedo ofrecer, cargadas de emoción por las reminiscencias que me produce el regreso a un tiempo lleno de emociones tan fuertes. Son mis compañeros los que veo, son los trajines de los entrenamientos los que siento, es la voz de la patria la que escucho y otra vez Fidel, llenando, abarcando todo el espacio, dando órdenes, fiscalizando, responsabilizando a este o aquel.

 

Que mi nombre haya estado ligado al de Ernesto Guevara de la Serna en una de las tres epopeyas militares que comandó, y que esta fuese una de las primeras acciones de ayuda internacionalista de la naciente revolución cubana, pudiera parecer un hecho fortuito; amén del color de mi piel, negro.
Si no estuviera convencido de que la verdadera causa de mi derrotero estaba condicionada por un periplo que el Che realizara por territorio africano, con la oportunidad de conocer y departir con líderes de movimientos revolucionarios de varios países de ese continente, no pudiera contar esta historia.

En el sur de África hay un país místico y hermoso donde se le canta a Cuba, a pesar de la distancia y las costumbres. Un lugar especial donde la gente tiene la sonrisa y las manos tan cálidas como las aguas que arrullan nuestras costas.

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