La dignidad regresa intacta a Cuba
Puedo imaginar todas las miradas sobre la pista donde en breve aterrizará el último vuelo con internacionalistas cubanos procedentes de la hermana República Popular de Angola.
Puedo tener también idea del modo en que se agita el ritmo cardíaco cuando, por fin, la aeronave aparece, toca tierra, rueda, disminuye velocidad, abandona la pista principal, taxea, se detiene, apaga motores, es ubicada la escalerilla, se abre la puerta y comienza a descender el grupo de combatientes con que Cuba cerraría tres lustros de ayuda –yo diría más humana que militar– y una operación denominada Carlota, en honor a la esclava africana que en 1843, había encabezado una rebelión contra el dominio español, en el ingenio Triunvirato de Matanzas.
Es 25 de mayo de 1991. En La Habana y en toda Cuba, hay una mezcla de alegría por la conclusión del victorioso retorno, por la coronación de una epopeya sin precedente histórico, y de tristeza por la pérdida física de quienes ofrendaron la vida.
En Luanda –no tengo la menor duda, por haberlo vivido cuando se inició el regreso de nuestras tropas en enero de 1989– ambos sentimientos se entrelazaron en millones de seres humanos, por razones que a continuación veremos.
Antes, permítanme aclarar algo, a mi modo de ver: Cuba jamás pretendió enviar hombres y mujeres a la sufrida nación africana. En nombre de aquel pueblo, su presidente, el doctor Agosthino Neto, le solicitó ayuda urgente al Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz.
La independencia de Angola, amparada por los acuerdos de Alvor (enero de 1975) corría grave peligro frente a la conjura entretejida por potencias extranjeras en contubernio con la contrarrevolución interna. Luanda estaba a punto de ser ocupada.
La respuesta no se hizo esperar. Desde entonces, más de 370 000 cubanos ofrecieron solidaria ayuda militar allí y otros 50 000 lo hicieron en esferas de la colaboración civil. Ninguno de ellos fue obligado a ir, ninguno interesado en glorias personales, dinero, fortuna, prebendas…
Quifangondo, Cabinda, Ebo, Sumbe, Cangamba, Cuito Cuanavale, Calueque… fueron hitos de una proeza que concluyó con la aplastante y definitiva derrota del ejército racista sudafricano y de sus aliados internos y externos, tras los combates librados en Cuito (principios de 1988) y la ofensiva cubano angolana en el frente sudoccidental.
Ojivas dentro del tórax
Solo quien haya vivido la experiencia puede entender por qué me referí a una ayuda quizás más humana que militar.
Y es que Carlota no solo fue caravanas, rechazo de emboscadas, defensa estoica de la soberanía angolana, combates, avance, golpes de la aviación, expulsión del enemigo…
Fue, muy por encima de lo que sucede en toda guerra —y yo diría que a diferencia de lo que habitualmente ocurre en todo conflicto armado— permanente e incuestionable expresión del humanismo y de la vocación solidaria de nuestro país.
Han transcurrido más de tres décadas, y aún puedo ver, nítida, la silueta de nuestros combatientes compartiendo su ración de alimento con niños que llevaban un vacío de súplica tan grande en los ojos como en el estómago, o la figura del médico internacionalista, rodilla en tierra, para salvar al bebé que la nativa carga desesperada entre sollozos.
Carlota, como escribí alguna vez, fue el soplo de vida y de esperanza en cada parque infantil que manos cubanas levantaron para niños de pies descalzos; fueron los juguetes rústicos que nuestros combatientes fabricaron en los refugios de Cuito Cuanavale, para regalárselos a pequeñines que jamás habían tenido un pequeño camión (ni siquiera de palo), una muñeca de trapo, una pelota de retazos de cuero… Por cierto, no recuerdo una sola réplica de pistola, de fusil o de granada para matar.
Me gustaría conocer en qué otro conflicto armado las tropas, supuestamente «de ocupación», enseñaron a leer y a escribir a la población autóctona, incluyendo soldados nativos que nunca habían tomado en sus manos un lápiz o una libreta, tal y como sucedió en Ruacaná, frontera con Namibia.
Pienso, además, en los monumentos a la hermandad entre ambos pueblos, a la paz y a la victoria, erigidos antes de partir en recónditos parajes de la geografía defendida como al suelo propio.
Carlota fue el privilegio que tuvieron observadores de la Organización de Naciones Unidas (ONU) para constatar la exactitud de cifras en efectivos y medios, así como la más cristalina transparencia en cada momento y lugar, durante toda aquella gigantesca operación de retorno que Cuba inició tres meses antes de lo pactado y cuya conclusión anticipó también: cinco semanas.
Y fue, al propio tiempo, la oportunidad que ofreció la historia para cambiar su torcido rumbo en África, mediante la ansiada aplicación de la Resolución 435 de la ONU para la independencia de Nambia, y para poner fin al oprobioso régimen de segregación racial (Apartheid) en Sudáfrica.
¿A punta de pistola o de gratitud?
Es 10 de enero de 1989. En gesto de buena voluntad Cuba decide iniciar tres meses antes de lo acordado el regreso victorioso de nuestras tropas. Tres mil hombres y mujeres lo harán antes de abril.
Luanda se torna un hormiguero humano. Personas de todas las edades agitan banderas, saludan con la mano, lanzan besos, expresan frases de cariño o corean consignas ante el paso de la caravana que conduce a nuestros combatientes hacia el aeropuerto.
Observo a través de mi lente, o sin él, y me pregunto si alguien le ha puesto una pistola en la sien a toda esa gente para que acudan a despedir a los internacionalistas cubanos.
Entre la multitud un hombre llamado Joao Isidro Sesse agita una banderita cubana. No sé si se habrá percatado de que su esposa solloza. No es la única persona a quien veo llorar… de gratitud.
Motivos sobran para ello. Algunos -conmovedoramente humanos- los he referido hace un instante.
Hay, sin embargo, una muy poderosa razón que a ojos vista echa por tierra cualquier pretensión del enemigo por condicionar la presencia cubana allí a intereses económicos o de expansión geopolítica.
Con total claridad lo había hecho público el General de Ejército Raúl Castro Ruz en fecha tan temprana como el 12 de diciembre de 1976 cuando expresó:
«De Angola nos llevaremos la entrañable amistad que nos une a esa heroica nación, el agradecimiento de su pueblo y los restos mortales de nuestros queridos hermanos caídos en el cumplimiento del deber».
Puedo imaginar todas las miradas sobre la pista donde en breve aterrizará el último vuelo con internacionalistas cubanos procedentes de la hermana República Popular de Angola.
Puedo tener también idea del modo en que se agita el ritmo cardíaco cuando, por fin, la aeronave aparece, toca tierra, rueda, disminuye velocidad, abandona la pista principal, taxea, se detiene, apaga motores, es ubicada la escalerilla, se abre la puerta y comienza a descender el grupo de combatientes con que Cuba cerraría tres lustros de ayuda –yo diría más humana que militar– y una operación denominada Carlota, en honor a la esclava africana que en 1843, había encabezado una rebelión contra el dominio español, en el ingenio Triunvirato de Matanzas.
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