Cómo Cuba despidió a Fidel (III).
Fidel se esparcía como una cálida llovizna por todos los rincones de Cuba humedeciendo los ojos y el alma. Gotas finas caían también del cielo aquel jueves 1.º de diciembre, cuando se multiplicaba su imagen dibujada en los rostros, alzada en cuadros, dispuesta en fotografías enormes…
El cortejo le dio la vuelta al parque Serafín Sánchez de Sancti Spíritus tomado por cientos de muchachos de pueblo. Al chofer del vehículo de ceremonia que conducía el armón, sargento de tercera Eduardo David Zamora Batista, el corazón le saltaba agitado en el pecho. Diría después, cuando pudo contarlo, que «había mucha gente reunida allí. Niños, jóvenes, ancianos, aclamándolo y llorando. A mí me daban ganas de llorar, pero no podía».
Fue uno de los sitios a lo largo de todo el recorrido donde más personas se juntaron para despedir al líder, ese que dirigió los destinos de Cuba por casi 50 años y supo ganarse lo más preciado a lo que debe aspirar un gobernante: el cariño y el respeto de los suyos.
Por eso los cubanos lo esperaron al borde de las montañas, de las vías, en las ciudades populosas y en los bateyes más aislados, donde las familias al pie de los caminos, improvisaron letreros para hacerle saber su sentir, como aquel campesino de unos 70 años que solo, frente a su casa de madera levantó en un cartel que lo superaba en tamaño: «Padre, mi familia te agradece».
Ya en la noche, parecidas a luciérnagas blancas las luces de los celulares señalaban el camino. Soltando las riendas varios campesinos a caballo y con el sombrero en el pecho, en señal de reverencia, escoltaron la caravana a su paso por los campos de Camagüey.
Unos kilómetros antes del caserío La Vallita comenzó el aguacero con el que todo el día han amenazado las nubes. Igual que Fidel, quien tantas veces habló bajo la lluvia, las personas no abandonaron sus lugares en las orillas de las carreteras. Nada parecía importarles, ni el frío, ni el temporal, ni la noche.
Sabían que no verían a aquel Comandante de sonrisa pura, con su barba de las mil batallas y el glorioso uniforme verde olivo que lo acompañó toda la vida, pero la imagen de la cajita de cedro, resguardada por la bandera cubana y la cúpula de cristal, les devolvería el poderoso recuerdo de su presencia.
La oscuridad extendió sus alas, y para iluminar la urna, el carro que iba detrás desplegó la luz larga. Sin embargo, ni aun así las personas distinguían con precisión dónde realmente viajaba Fidel.
«Yo escuchaba que decían: “¡Va ahí! ¡Va ahí!”, y lo mismo indicaban el camión de la prensa que otros vehículos», rememoraba el teniente coronel José Luis Peraza. Entre La Vallita y la entrada a Camagüey, había niños con su uniforme escolar mojado gritando a viva voz «¡Yo soy Fidel!», mientras solo veían las luces de los vehículos. Cuán hondo había calado el Comandante en el alma de Cuba que hasta los hijos más pequeños preferían resistir la lluvia con tal de decirle adiós por última vez.
Entonces, Peraza le dijo a sus ayudantes: «Ya no podemos esperar más. La gente tiene que ver esto». Primero los cuatro saludaron sentados, y después se pusieron de pie; con ese gesto, ya todos sabrían con exactitud cuál era el jeep que conducía el armón. Al entrar a la ciudad camagüeyana cesó el aguacero que por media hora bautizó la caravana.
El viaje continuó por Las Tunas en medio de un revuelo de palomas que soltaron de sus jaulas para honrar al gigante; y el cortejo siguió su paso lento dejando tras de sí tristezas, nudos en la garganta, evocaciones queridas. A Holguín arribó al comienzo de la tarde del 2 de diciembre; la tierra del nacimiento del tercer retoño de Ángel y Lina, donde aún se yergue sobre sus fuertes horcones la casona de Birán y bajan perfumadas las brisas de las lomas de La Mensura.
Entre la multitud que aguardaba en la ciudad, estaba un hombre que mucho le agradece al Comandante. Aroldo García, el periodista de Radio Rebelde con el que, por aquellos lejanos días en que tuvo ingresada a su pequeña hija a causa del cáncer, Fidel se comunicó por teléfono. «Aroldo, te estoy llamando para decirte que tenemos todo lo que hace falta para salvar a tu hijita, y si no lo tuviéramos, lo íbamos a buscar; pero tu hijita se va a salvar». Y esa historia la supo Lauren, que ya tiene 23 años y está bien de salud, el día después de la muerte de Fidel, cuando su padre la sentó en sus piernas y le contó todo lo que hizo por ellos el de tanta sensibilidad como fortaleza.
El 2 de diciembre de 1956, junto a su tropa guerrillera desembarcó por las costas de Granma, y justo este día, pero 60 años después, volvió Fidel a llegar al territorio oriental que tomó el nombre del yate que lo trajo desde México. El heroico pueblo de Bayamo lo acogió en emocionante vigilia y una guardia de honor permanente hasta el alba.
Volvía a los gloriosos escenarios de la guerra que ganó en 1959, cerca otra vez estaba de las alturas espléndidas de la Sierra, donde concibió cada estrategia y se hizo invencible su ejército. Y luego entró a Santiago, la cuna del Sol y de la Revolución, una ciudad, esa mañana del día 3, con el alma a media asta.
Las calles se estrecharon por tanto pueblo y sentimientos reunidos en el mismo espacio. En la azotea del edificio 18 del distrito José Martí, el camarógrafo Norberto Almira, quien en tantos momentos estuvo junto al Comandante grabando sus frases, gestos y andares por Santiago, buscó con su lente la cajita que abrigaba al hombre interminable.
«Me puse nervioso. Él estaba pasando por las mismas calles que un día recorrimos. Sentía los gritos de la gente de abajo como si estuviesen al lado mío. Primero vi el helicóptero, luego el camión de la prensa y, cuando encuadré con la cámara el cofre, se me salió una lágrima que cayó en el cristal, empañó la imagen y casi no me dejaba ver. Pero acerté. Por última vez grabé su paso por aquí», contaba.
Esa noche, los pasos y las voces de guantanameros, santiagueros, granmenses, tuneros y holguineros llenaron la plaza Antonio Maceo. Todos estaban allí por él. Luego de hacerse eterno, seguía movilizando multitudes.
«¡Raúl, amigo, el pueblo está contigo!», le gritaban al General. Y con su tristeza infinita y la fuerza que le trasmitían millones, le habló de nuevo a Cuba: “En medio del dolor de estas jornadas, nos hemos sentido reconfortados y orgullosos con el sentir de los jóvenes y niños cubanos que expresan ser dignos continuadores de las ideas de Fidel (…)”.
Santiago se apreciaba estremecida. Ya el Comandante estaba en su suelo para siempre. Parecía que en cualquier momento aparecería, que su barba de luz alumbraría todo, levantaría el héroe su dedo índice y convidaría a todos a la lucha. Todo el agradecimiento y el amor del pueblo se depositó también allí, en la piedra que lo resguarda, traída de las entrañas de la Sierra. Quizás por eso, desde esas horas, como una cálida llovizna sobre su amada Cuba, Fidel se respira más allá del cedro que lo guarda.
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