Como si el saber volara en alas de colibrí
A la profesión amada llegaron por caminos diferentes y cuando entraron por primera vez a un aula, quizás no conocían con certeza la frase martiana: “Hay un cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí, y son, sin embargo, la clave de la paz pública, la elevación espiritual y la grandeza de la patria”; mas, no ignoraban que a ellas correspondería “mantener a los hombres en el conocimiento de la tierra y en el de la perdurabilidad y trascendencia de la vida”.
Es la fuerza devenida inmensidad al procrear, el mayor privilegio conferido por la naturaleza; es el ser sensible y tierno del cual no puede prescindir la vida; la mano que nunca tiembla para proteger a los suyos; la voz imprescindible a la hora de ofrecer un consejo; es la mente que pone todos sus sentidos en el momento de cumplir cualquier tarea, ya sea en la defensa, la producción, los servicios o la docencia. Es todo temple: es la mujer. Anda por la cotidianidad de Cuba, asumiendo que, por ellos y ellas está conformado el mundo, y a ambos corresponde la tarea de hacer, crecer y construir.
Científicas, artistas, médicas, enfermeras, periodistas, barrenderas, costureras, gastronómicas, oficinistas y muchas más pudieran estar hoy en estas páginas. Optamos por contar la historia de una maestra que consagra su vida a enseñar en instituciones militares, y bien puede representar a los millones de féminas cubanas. Porque Daysi Salazar Gómez, ha abrazado el magisterio con celosa y activa consagración.
En Trinidad –especialmente en un lugar conocido como Condado–, paraje tejido con todas las fantasías posibles entre la naturaleza y la mano del hombre, para dejar a la especie humana un lugar de ensueño, creció Daysi. Su familia, campesina, muy humilde quería para ella y sus hermanitos un futuro más llevadero.
La niña, inteligente y ávida de saber, aprendía de los suyos, pero también de aquellos maestros que retaban a las montañas de la región central de Cuba para llevar a los pequeños el conocimiento de la naturaleza, junto a la trascendencia y la perdurabilidad de la vida.
Tal vez a alguno de ellos escuchó decir cómo José Martí, el Héroe Nacional de Cuba, sugería abrir aulas normales de maestros prácticos, “para regarlos luego por los valles, montes y rincones, como cuentan los indios del Amazonas, que para crear a los hombres y las mujeres regó por toda la tierra la semilla de la palma moriche el Padre Amalivaca”, (conocido como Padre de toda la gente).
Doce años tenía al partir hacia la capital del país cuando se incorporó al plan especial de becas para jóvenes campesinas Ana Betancourt. Había fallecido su mamá y el refugio ideal fue la casa de su abuela. De allí partió hacia La Habana, donde su vida cambió.
“A los 15 me incorporé, a solicitud de la compañera Elena Gil –quien nos atendía–, al Movimiento Guerrilleros de la Enseñanza, a través del cual formé parte de la Brigada Roja de Vanguardia Ana Betancourt, la cual respondía a un plan emergente encaminado a formar maestros capaces de impartir varias asignaturas, como sucede en la actualidad con los Profesores Generales Integrales (PGI).
¿Se desempeñaban en las mismas condiciones que los de ahora?
–Sí, pero era más complejo; la experiencia no era la misma, ni la cultura de los alumnos estaba tan avanzada como ahora. Al tiempo que estudiábamos, trabajábamos y, en cinco años de estudio me gradué como Makarenko.
De esa etapa recuerdo que gran parte de los alumnos eran mayores que yo. Actualmente veo con orgullo que muchos de ellos optaron por carreras de Agronomía y otras especialidades técnicas y hoy son importantes investigadores y científicos.
¿Cumplían Servicio Social, no obstante haberse preparado de forma emergente?
–Sí. En 1971, al obtener mi condición de Maestra de Enseñanza Primaria, fui a trabajar al Escambray; impartía clases de preescolar a sexto grado, en Caracusey. Estuve en otros planteles. Allí me casé y tuve a mis dos hijos mayores, Irán e Irina. No era fácil enfrentar las responsabilidades de madre, trabajadora, esposa y ente que aporta desde el punto de vista social a las organizaciones, pero soy de las que considera que siempre puedo probarme un poco más.
“En 1978 regresé a La Habana, tras mi divorcio. Comencé a trabajar en secundaria básica. En segundas nupcias tuve dos hijos más y uno de ellos nació con una malformación a la que sobrevivió cuatro años.
Fue una etapa muy difícil de mi vida, en que no abandoné una sola de mis responsabilidades. Continué superándome –en el Instituto de Perfeccionamiento de la Enseñanza Media (IPEM), como profesora de Español y Literatura–, formando a mis hijos, hoy trabajadores y personas de bien. Hice la licenciatura en Pedagogía y en la actualidad aspiro a la categoría científica de Máster en Ciencias Pedagógicas”.
¿Cuándo comenzó a trabajar en la Escuela Militar Camilo Cienfuegos de Cotorro?
–Luego de haber estado veinte años en secundaria básica y otros dos en el preuniversitario pedagógico de Quivicán, en La Habana.
Existe un capítulo especial en su vida: el estudio de José Martí.
¿Cómo definiría esa vocación?
–Total adicción. No niego a ningún otro pensador, pero veo al Maestro como el más abarcador. Tiene mucha influencia en el desarrollo de los valores éticos y estéticos de los cubanos. La esencia de cualquier revolucionario está en haber abra zado las ideas de Martí.
“Soy la presidenta del Club Martiano de la Escuela Militar Camilo Cienfuegos, único centro de su tipo que lo tiene, y me siento orgullosa de desarrollar una gran cantidad de tareas, a las que se suman otros profesores –que también son miembros– y los alumnos.
¿Qué le ha aportado el magisterio?
–Siempre seré maestra. Ya no me queda tiempo para desempeñar otras funciones. Entre los alumnos y yo hay una química perfecta. El mayor aporte de esta profesión ha sido la determinación de continuar siendo maestra. Digo como Martí que, por maravillosa compensación de la naturaleza, quien se da, crece.
“Lo que más feliz me hace en este mundo es enseñar. Estoy convencida de que cuanto hago en cada turno de clase es muy importante.
Soy jefa de la Cátedra de Español y siento que lo mío es estudiar, buscar, observar, intercambiar con los alumnos; inculcarles el correcto uso de ese elemento de identidad que es la lengua materna. Siempre debemos protegerla, y quién mejor que los maestros para hacerlo, que somos soldados en defensa del idioma”.
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