Fidel: marcha hasta Cinco Palmas (3 y final)

18 de Diciembre de 2024

Fidel y Raúl, dos hermanos unidos por la sangre y el pensamiento. Archivo: Radio Progreso.

 

Primitivo Pérez andaba raudo a mitad de la mañana del 18 de diciembre de 1956. Sus pies se movían acompasados, en vertiginosa carrera. No estaba en alguna de las tareas habituales de la finca de Mongo Pérez, donde vivía y trabajaba, tenía un encargo mucho más importante. Desde un par de días atrás, esas tierras daban abrigo a Fidel Castro, y él llevaba en las manos una billetera de piel carmelita con la encomienda de entregársela cuanto antes.

 

El muchacho llegó con el corazón agitado, y apenas tuvo de frente al joven Comandante, se la mostró. Fidel la tomó enseguida y sacó de su interior un documento: la licencia de conducción mexicana de Raúl. Ahí el mensajero puedo ver cómo la alegría le subió al rostro y le salía hasta por los ojos:  

 

«¡Mi hermano! ¿Dónde está?». Muchas preguntas le venían a la mente, pero no esperó respuesta para esas primeras, y formuló la que para él resultaba imprescindible: «¿Anda armado?». Primitivo no sabía con certeza sobre ello, pero le explicó que Hermes Cardero, un vecino, trajo la cartera a Mongo; decía que se la dio un hombre que esa madrugada se apareció en su casa y se identificó como Raúl Castro.   

 

En efecto, eso había ocurrido. Faustino y Universo también estaban contentos con esa posibilidad. Luego de las aciagas jornadas vividas, saber que otro de ellos estaba a salvo era una razón poderosa de felicidad. Sin embargo, la desconfianza del combatiente perseguido lo hace dudar de todo y en esos instantes toda precaución era sensata. Alguien activó las alertas. Podía ser una trampa del enemigo. Entonces Fidel, sagaz e ingenioso, meditó unos segundos y le dijo a Primitivo:

 

«Mira, yo te voy a dar los nombres y los apodos de los extranjeros que vinieron con nosotros. Hay uno argentino que se llama Ernesto Guevara, y le dicen Che; otro dominicano, que se llama Mejía y le dicen Pichirilo...». Mientras explicaba, calmado y despacio, escribió esa información en un pedazo de papel, y continuó: «Tú te aprendes estos nombres, y regresas y le preguntas a él que te los diga, con los apodos. Si te los dice todos bien, ése es Raúl».

 

Con los pies livianos, que apenas tocaban los caminos, Primitivo hizo el recorrido desde ahí hasta la casa de Hermes en el menor tiempo posible. Cuando tuvo ante sí al menor de los varones Castro, comenzó a interrogarlo sobre esos datos de los extranjeros que vinieron en el yate Granma, según las indicaciones de Fidel. Escribiría luego Raúl en su diario sobre los modos que empleó:

 

«me pidieron más identificaciones; sinceramente me gustó la forma cautelosa de verdaderos conspiradores de estos campesinos».

 

El guerrillero respondió todo, y de inmediato, como narra el investigador Pedro Álvarez Tabío en su valioso libro Diario de la guerra I, la recia cara de Primitivo se partió en una ancha sonrisa, y afirmó: «Bueno, pues déjeme decirle que Fidel está aquí, cerca de ustedes».  

 

Un tropel de ánimos se le desató en el pecho a Raúl; y aún más cuando le dijo que esa misma noche los vendría a buscar para llevarlos donde Fidel. ¡Al fin volvería a ver a su hermano! Después, sonriendo llegó el guajiro a donde Fidel, con la noticia de que la sospecha era cierta; se trataba de Raúl, estaba con otros cuatro compañeros, y todos armados.

 

Para el Comandante, las horas de esa tarde fueron infinitas. De haber podido, hubiese adelantado los relojes para así acortar el tiempo que lo separaba de su hermano. Un cariño profundo sentía por él, además de la responsabilidad fraterna de cuidarlo, encargo que había puesto sobre sus hombros el viejo padre cuando le permitió llevarlo a vivir a La Habana seis años atrás. No obstante, Raúl había tomado las riendas de sus acciones, madurado sus ideas políticas y fortalecido sus convicciones. Era ya, en esa etapa, un combatiente de valor probado.

 

Apenas la oscuridad tendió sus alas sobre los boscajes de la pre montaña, salió junto a los demás para el encuentro con Fidel. No habían avanzado mucho cuando quienes iban delante se detuvieron, silbaron y con iguales sonidos les contestaron a varios metros. La luz de la luna les permitió divisar entonces que a la orilla de un cañaveral los esperaban Fidel, Faustino y Universo.

Hondo y ansiado fue el abrazo de los dos hermanos bajo las palmas nuevas de aquel sitio. «¿Cuántos fusiles traes?», le preguntó Fidel a Raúl. «Cinco». «¡Y dos que tengo yo, siete! ¡Ahora sí ganamos la guerra!».

 

Fue ese el diálogo que pasaría a la historia como muestra irrebatible de la fuerte confianza del Jefe de la tropa en el triunfo, de su optimismo inquebrantable. Sin embargo, según el hoy comandante de la Revolución Guillermo García Frías, quien por esos días mucho ayudó a Fidel y a los expedicionarios, lo que hizo al líder exclamar esa frase no fue el hecho de contar con siete fusiles, que eran armas mexicanas, viejas, las cuales muy poco podían hacer contra cien mil modernas a disposición del Ejército de Batista. 

 

«(…) la inteligencia de Fidel era tan grande que dijo eso porque quien le había llegado era su hermano querido, el que lo acompañó en el Moncada, la prisión, el extranjero, quien vino con él en la expedición, y en la dispersión, luego del desembarco, se había perdido y se reencontraban ahora. Cuando vio a Raúl él dijo: “Ahora sí ganamos la guerra”, porque se había encontrado con quien tenía la posibilidad de compartir todas las ideas y estrategias para el futuro. Era su hermano, su hombre de confianza, quien le había demostrado una fidelidad tremenda. Y eso fue lo que quiso decir Fidel:

 

«Ahora sí hemos ganado la guerra, porque llegó Raúl».

 

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