El primer asalto de Raúl a la historia
Las tenues brisas del verano se hacían sentir en aquella casa de recreo de paredes blancas y tejas rojas en las afueras de Santiago de Cuba. Cincuenta y tres días atrás él había cumplido apenas 22 años y ahora estaba allí, recién reclutado, a la espera de las balas con su calma poderosa y su firme disposición para los instantes más difíciles. Raúl Castro Ruz sentía ansiedad, pero no miedos, y las palabras que su hermano, jefe del Movimiento, dijo a los más de cien muchachos reunidos, le resultaron emocionantes y esperanzadoras esa madrugada del 26 de julio de 1953.
El combate ya se respiraba mientras repartían uniformes y armas. Con mano segura tomó uno de los Winchester que él mismo había sacado de los armarios de su casa en Birán, pero un compañero le dijo: «Suelta eso y coge una escopeta de balines que es mejor, más segura, porque abarca más espacio»; y entonces cogió la «escopeta, con la cual no tiré ni un tiro. Nos vestimos allí y nos fuimos; voy de simple soldadito, no era jefe».1
Fidel sentía la responsabilidad de cuidarlo, confiada por su viejo padre, y lo envió a la toma del Palacio de Justicia para apoyar la ofensiva contra el cuartel Moncada, «una misión (…) importante, pero tampoco a mi juicio demasiado complicada».2 No podía saberlo en ese momento, pero Raúl demostraría ese amanecer de qué fibra estaba hecho, su madera de héroe, su temple, el ímpetu valeroso de su espíritu.
Cuando al fin llegó al lugar, ansioso y osado, fue el primero en bajarse del auto. «(…) y le pegó la escopeta a un cabo que se aproximaba con una pistola 38 con una cacha del 4 de septiembre y la bandera —detalle que la memoria de Raúl registró en un concierto de tensiones y apuros, como un flashazo que por el resto de su vida lo llevaría a aquellos momentos cruciales—. Entró al edificio y desarmó al cabo. Luego tocó suavemente en la primera puerta que encontró.
En aquel minuto comenzó el tiroteo. Cogió la escopeta y la pistola, mientras el guardia, encañonado por otro compañero, permanecía contra la pared. Raúl golpeó la puerta con dos culatazos y de súbito tuvo ante sí a un sereno desarmado, un hombre de edad madura con mirada de asombro. Le preguntó: “¿Hay más guardias aquí?”. El hombre respondió con la misma interrogante “¿Que si hay más guardias aquí?” y con la respuesta breve: “Ah, sí”, al tiempo que señalaba justo a la entrada, a la derecha, otra puerta. De una patada, Raúl la abrió. Del otro lado, un cuarto con un bañito, y en la estancia unos guardias se vestían con lentitud insólita en tales circunstancias, su paciencia demostraba los pocos deseos de salir, de involucrarse… Raúl les quitó los fusiles y dos revolvones y los dejó encerrados. “Quédense quietos aquí”, fue la orden que les espetó en medio de la confusión. Se percató de que no comprendían nada, al verlos vestidos como militares con grados de sargentos…».3
Entonces subió a la azotea, no sin antes derribar a tiros la puerta que le impedía subir hasta allá. Por la mirilla de un fusil Springfield, ocupado a uno de los militares hacía solo minutos, trataba de ubicar el blanco y acertar, en una de esas, divisó a un guardia en una de las torres del Moncada, podía herirlo fácilmente, pero el hombre estaba de espaldas, en total desventaja, y eso lo hizo desistir. Tras unos 15 minutos de fuego intenso, llegó la orden de retirada, pues no se podía hacer más. Descendió entonces por el ascensor del edificio, y al salir del recodo donde se encontraba la puerta de este, advirtió que seis guardias armados con metralletas Thompson y otros fusiles habían entrado al recinto y ya tenían encañonados a sus compañeros.
Fue cuestión de segundos, pensó y actuó a la velocidad de la luz, y aprovechando el breve desconcierto al verlo aparecer con su uniforme del Ejército, sin vacilación se abalanzó sobre el sargento que los dirigía, le arrebató la pistola, ordenó a los soldados y su jefe tirarse al suelo, y entonces los desarmaron sin resistencia alguna. Fue un momento definitivo, tremendo. Ya no era únicamente el hermano del líder del asalto, ni un combatiente más, había tomado decisiones medulares en esa acción, salvado la vida de sus compañeros, estaba ahora al mando de su grupo y ganaba, por derecho propio, un meritorio lugar.
Logró salir de allí con los demás, en las calles de Santiago se sentía la exaltación y la incertidumbre a partes iguales; y mientras el Sol de la mañana subía, el destino de Raúl vaticinaba las muchas otras batallas que lo esperaban, pero ninguna tan determinante como la de ese día, que marcó para siempre su entrada a la historia.
1. Katiuska Blanco Castiñeira: «Por el camino de las remembranzas», en Revista Verde Olivo, La Habana, 2021, p. 8.
2. Ignacio Ramonet: Cien horas con Fidel, 4.ª ed., Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2020, p. 71.
- Katiuska Blanco Castiñeira: Fidel Castro Ruz. Guerrillero del Tiempo. Conversaciones con el líder histórico de la Revolución Cubana, t.Il, Editorial Abril, La Habana, 2011, pp. 214, 125.
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