Cómo Cuba despidió a Fidel (2).
El alba extendió sus luces tenues hacia el horizonte. Amanecía aquel 30 de noviembre de 2016 y Cuba sabía que esa sería otra jornada de tristeza. Cinco días atrás había partido Fidel a la eternidad, el joven que con solo 32 años bajó para ella la libertad, desde las cúspides de las alturas; .quien enseñó a sus hijos que la dignidad de un hombre no tiene precio, y que las batallas hay que darlas siempre si son por la felicidad de un pueblo bueno.
Otra caravana, parecida a aquella de 1959 en que pasó con la victoria recién nacida, se preparaba esta vez en sentido contrario, rumbo al este. No podía haber otro sitio para su descanso final que Oriente, la cuna de su infancia, la tierra irredenta de sus primeros combates.
Un mar de pueblo desbordaba las ciudades y los caminos del país. Se cumplían las proféticas palabras del Comandante durante su primer discurso en la capital luego del triunfo aquella noche del 8 de enero, cuando miles se juntaron en el cuartel de Columbia para escuchar su palabra enardecida y mirar de frente a aquel jefe rebelde de mirada tan viva:
«Sé, además, que nunca más en nuestras vidas volveremos a presenciar una muchedumbre semejante, excepto en otra ocasión ―en que estoy seguro de que se van a volver a reunir las muchedumbres―, y es el día en que muramos, porque nosotros, cuando nos tengan que llevar a la tumba, ese día, se volverá a reunir tanta gente como hoy, porque nosotros ¡jamás defraudaremos a nuestro pueblo!».
Y así fue, 57 años después retornaron las muchedumbres a su encuentro. Pasaba entonces el armón con su tesoro verde olivo, la cajita de cedro envuelta con la bandera cubana resguardando el infinito; y Fidel se quedaba en todo, movilizaba, sobrevivía en los otros y se burlaba de las ausencias del cuerpo. Por primera vez el «guerrillero del tiempo» estaba totalmente ajeno a relojes y leyes físicas.
Emoción, solemnidad sobrecogedora, lágrimas, gritos a veces que no podían si no escapar entrecortados de las gargantas… Pero más allá de la imagen triste que dejaba el cortejo, sus millones de hijos preferían imaginarlo feliz, pleno en la flor de su juventud, convocando a las batallas venideras, con el dedo índice levantado en señal de oportuna insistencia, o calzando sus botas de soñar, como las calificó una vez su biógrafa, la escritora y periodista Katiuska Blanco.
Se estremecían las calles más céntricas del Vedado, y en M y 23, frente a la antigua funeraria Caballero, Marilú Rego Hernández vio pasar otra vez al Comandante. Ella tenía 18 años en 1959, y con familiares y amigos de su barrio en Catalina de Güines, en la antigua Habana, hizo una colecta y compró una cadena de oro, su medalla con la efigie de Santa Catalina ―patrona del poblado― y unos yugos con las iniciales entrelazadas de Fidel. El fin era regalárselos cuando pasara en la caravana de la Libertad.
Entonces lo esperó frente al cuartel de Catalina y al ver el primer auto, donde venía el líder, la muchacha se puso en medio de la calle y el carro frenó. El Jefe de la Sierra, desde allí, conversó un momento con ella y le entregó un papel que, el 15 de enero, le abriría las puertas del antiguo hotel Havana Hilton. Allí le dio al Comandante el obsequio en nombre de su poblado.
Muchos de aquellos cubanos que lo contemplaron pasar animoso y feliz en los días iniciales de la Revolución, regresaron, incluso, al mismo sitio que ocuparon en 1959. Fueron jornadas de mucha remembranza, de agradecimiento sincero, e inspiración, pues los artistas volcaron su ingenio al homenaje, los pintores le dedicaron sus obras, los poetas le escribieron sus versos, y los músicos le compusieron canciones, como la de Raúl Torres, quien se sacó de lo más sensible del alma la melodía que devendría en himno de todo el sentir de la nación.
Las casas de Cuba estaban vacías. Todos salieron al borde de las carreteras: constructores que nunca olvidaron sus tantas visitas a las obras, siempre atento al menor detalle; los campesinos que lo acompañaron al pie del surco y explicaron sus experiencias, esas de las que Fidel bebía confiado en que en esos conocedores profundos de su oficio, estaba la vivencia para desarrollar grandes proyectos en el país; los pioneros que caminaron junto a él en las marchas para que regresara Elián; los obreros a los cuales sorprendía cuando llegaba de improviso a las fábricas, seguro de que allí debían ir siempre los dirigentes cubanos no a llevar conciencia, sino a tomarla de ese trabajador de camisa sudada que no se dejaba vencer por los obstáculos.
Entre los habitantes de la ciudad de Matanzas, esperaron a Fidel ese noviembre la ucraniana Lilia Lenina y su hija. Habían llegado a Cuba en octubre de 1988, pues la pequeña Cristina necesitaba ayuda, era uno de los miles de niños afectados por el accidente nuclear de Chernóbil. Luego de tres años recibiendo los tratamientos, conocieron a Fidel en una sala del hospital Frank País.
«Apareció de pronto. Sabían que podía llegar a cualquier hora. Lo vi tan grande, tan fuerte. Las enfermeras lo veían y lloraban de emoción. Se interesó por todo, cómo me sentía, cómo era la atención, y me trasmitió seguridad, tranquilidad y esperanza».
A Cristina, afectada de ambas caderas por malformaciones congénitas debido a la radioactividad, y enyesada desde los hombros hasta las piernas, la levantaron para que saludara al hombre que le parecía un gigante verde.
«Subió hasta él, le dio un beso y le tocó la barba. ¡Qué barba!, le dijo, y él sonrió». En 1993, después de más de diez operaciones, la niña aprendió a sostenerse. «Todo es gracias a Fidel. Él es un padre. Empezó el proyecto de Chernóbil cuando Cuba estaba en pleno Período Especial, y él buscó recursos para atender a los niños. Eso no se olvida nunca», dice Lilia.
Fidel recorría las calles de Cuba y las emociones se podían tocar. La noche lo recibió a la entrada de Cienfuegos, y la luna alta iluminó la senda hasta Santa Clara; donde lo esperaron las energías de uno de sus más queridos hermanos de lucha.
Asombrado ante el bronce de Ernesto Che Guevara y la llegada de Fidel al Mausoleo, el realizador y fotógrafo Roberto Chile —quien, con su cámara fotográfica retrató rostros, lágrimas y adioses desde que salió de la capital en el camión de la prensa—, se emocionó otra vez. Por más de 20 años estuvo captando videos e imágenes del líder. Ahora, casi al término de este primer día con más de 17 horas de viaje en el que cientos de miles de personas lo han honrado, y la caravana ha recorrido unos 350 km de los más de mil que hay hasta Santiago de Cuba, el cansancio de la marcha se disipó mientras un amigo de otras tierras le escribía:
«Dime, ¿qué pasó cuando Che y Fidel se encontraron?», y Chile, con sus tantos recuerdos del Comandante en el lente y en el alma, le respondió: «Se abrazaron, salieron caminando los dos y ya no los vi más».
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