Rey Vicente Anglada sigue siendo «El Rey»
Salir a las gradas rebosantes de público del Estadio Latinoamericano, en medio de un partido nocturno de beisbol, resulta una experiencia mágica. Sobre todo, si tienes siete años de edad, vas de la mano de tu abuelo y es la primera vez que te baña esa luz clarísima de las torres de alumbrado, escuchas la voz grave, amplificada —como venida del cielo— del locutor oficial, y te rodea el bullicio de miles de gargantas al unísono.
Entre mis remembranzas del Latino, figura cierto juego de beisbol que la historia no privilegia. Esa noche, apenas asistió público al estadio, nadie impuso records, no se decidió el campeonato, ni ocurrieron batazos o atrapadas espectaculares. Yo aprendí una lección que conservaré hasta el fin de mis días.
No tengo claro si entonces Rey Vicente Anglada —protagonista de la anécdota— integraba la nómina del equipo Industriales o de los Metropolitanos. Eso sí, los rivales de turno vestían el uniforme de la Isla de la Juventud, y bateaban en ese momento, con un corredor rápido en la primera base y sin outs.
En el cajón de bateo, infundía respeto el diestro Luis Campos: defensor del cojín inicial de La Isla, hombre alto, fornido, con una fuerza descomunal, aunque tan lento que, aun estrellando la bola contra las cercas, no avanzaba más allá de la primera almohadilla.
De repente, el madero de Campos golpeó un lanzamiento, y la blanquísima esfera de cuero fue en busca de las nubes. Rey Vicente, desde su acostumbrado hábitat alrededor de la segunda base, se internó en el territorio corto del jardín derecho, mientras seguía la pelota con la vista y calculaba el sitio exacto donde esta caería.
Me llevé las manos a la cabeza, cuando vi la posición adoptada por Anglada para capturar la bola. Inclinó ligeramente ambas rodillas y puso el guante a ras del césped, mostrando su intención de no atrapar la pelota cómodamente, «de aire», sino luego que esta rebotase en el pasto. A pesar del enorme talento de Rey, existía la posibilidad de que la bola se escapara tras su casi impredecible rechazo en la grama.
¿Por qué Anglada eligió una opción riesgosa, teniendo la fácil a mano?
Él no pretendía sacar dos outs de una vez —un doble play—. Resultaba improbable. Con un fly tan elevado, incluso alguien pasadito de libras como Luis Campos llegaba quieto a la primera base. El objetivo de Rey era conseguir un out forzado en la segunda almohadilla, sobre el corredor rival que se hallaba en el primer cojín. En otras palabras, Anglada deseaba cambiar al corredor veloz de los contrarios, por otro muy lento —Campos—, lo cual facilitaría una jugada de doble play si el próximo bateador de La Isla conectaba un rodado —rolling— por el cuadro.
Aquella noche —como tantas otras—, Rey Vicente no se conformó con la solución obvia, mediocre; quiso la excelencia aunque entrañase riesgo y esfuerzo. No le interesaba que el universo lo viera —la televisión no transmitió el partido—; lo hizo por amor al beisbol y por respeto a sí mismo, a sus compañeros de equipo, a las pocas personas que acudimos al Estadio Latinoamericano.
Por cierto, a Anglada no se le cayó esa pelota bateada por Luis Campos. Logró el out. Y en la siguiente acción de juego, su team realizó un doble play.
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