Las cenizas de la libertad
Parecía que nada podía romper la tranquilidad de la mañana aquel 12 de enero de 1869. Sin embargo, solo unas horas después Bayamo estaba envuelta en llamas, con miles de propiedades destruidas, el firmamento enrojecido por brasas humeantes y, en el aire, el ardor patrio de un pueblo sublime que se aferró a su independencia.
El río exuberante no pudo cerrar con sus aguas el paso al Conde de Valmaseda, como tampoco la destreza de Máximo Gómez paró la afrenta de las tropas españolas. Era inminente el avance ibérico con mano de hierro sobre la urbe.
Como un virus se propagaba de casa en casa la indignación, y los hijos del primer pedazo de suelo cubano libre prefirieron verla arder antes de someterla nuevamente al yugo del tirano. ¡Fuego antes que esclavitud y humillación!
El siniestro devoró viviendas y consumió retratos familiares. Atrás quedaron las rutinas de casa, las aspiraciones de cada joven, las travesuras de los niños; vidas enteras fueron reducidas a cenizas.
Marcharon a pie hacia la manigua cientos de pobladores, con el cielo como techo y el honor como cobija. ¡Cuánto desprendimiento el de aquellos que escogieron el decoro antes que sus lujos y mansiones!
Registra la historia que las tropas enemigas no pudieron entrar a la villa hasta tres días después. En el libro Estampas de Bayamo así lo detalló José Carbonell: «Un volar de palomas y rugir de techos calcinados de la que fuera rica y culta ciudad, era lo que presenciaban los ojos atónitos de los españoles».
A 155 años de aquel suceso, tan devastador como heroico, el patriotismo sigue respirándose por doquier. Muchos recorren sus calles y plazas sin percatarse que bajo sus plantas aún se puede sentir el calor que dejaron los rescoldos y las cenizas que clamaban libertad.
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