Fidel contra los vientos de «Flora»
Esa noche, de las iniciales de octubre de 1963, Fidel cambió el traje de gala por su uniforme de campaña verde olivo. Recién terminaba de recibir, en el antiguo Palacio Presidencial, a la soviética Valentina Tereshkova, primera mujer cosmonauta del mundo, cuando le llegaron noticias sobre Flora, un huracán de categoría cuatro que se había ensañado con el este de Cuba y, como los padres inquietos cuando están sus hijos en peligro, resolvió salir hacia Las Villas decidido a llegar a Oriente.
Los partes meteorológicos informarían después que el día 5 el centro del ciclón, rodeado de sus fortísimas ráfagas, se encontraba en la parte inferior de la cuenca del río Cauto, donde formó un lazo en su trayectoria y se dirigió al oeste y noroeste sobre el Golfo de Guacanayabo; el 7 se registraba a 40 kilómetros al suroeste de la ciudad de Camagüey, y ya iba rumbo nordeste sobre el Atlántico.
El Comandante sabía de su fuerza demoledora y los graves daños que ocasionaría. La joven Revolución apenas tenía cuatro años, y el sistema de la Defensa Civil no estaba todavía organizado para enfrentar un fenómeno como aquel. No obstante, él no se quedaría a cientos de kilómetros, tranquilo bajo un techo seguro, enseguida marchó hacia donde su gente lo necesitaba. Siempre había actuado así, con su ejemplo por delante, desde que en los combates asumía la primera línea de fuego, y esa vez no fue diferente.
La travesía resultó sumamente difícil, era un claro desafío al temporal, y en no pocos momentos el Jefe se molestó con la corriente desbordada que le impedía transitar por las carreteras. Sobre ese viaje escribió el comandante Juan Almeida Bosque: «Fidel ha seguido el paso del huracán con cuantos medios encontraba por el camino, pues las grandes inundaciones lo obligaban a ir cambiando.
Primero en auto, después en jeep, en camión, más tarde en anfibio, y por último a nado, ayudando a algunos compañeros que con él se hallaron en situaciones críticas, casi a punto de ahogarse, luchando en el agua con alambres del tendido eléctrico, unas cámaras y un bote».[1
El río La Rioja, de camino a Holguín, se crispaba y retorcía como una culebra líquida. Alguien sugirió buscar un guía, pero Fidel tenía prisa por seguir, por llegar hasta aquellos infelices que lo habían perdido todo, y muchos de ellos, la vida. Con su determinación y arresto embarcó en el anfibio, pero chocó contra un árbol. «Hay muchas versiones sobre su salvamento, pero en realidad nadie lo salvó.
Él salió solo y después llegamos hasta él con un camión y sogas»,2 cuenta Wilfredo Batista, entonces secretario del Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba (PURSC) en el municipio de Calixto García, Holguín.
Casi al amanecer llegó el Comandante al local del Partido en la ciudad holguinera. Según los recuerdos del Doctor Benito Pérez Maza, entonces director de Salud Pública en la zona norte de Oriente, muchas personas se habían reunido en la esquina frente al parque, para esperarlo, y él «venía empapado y los demás compañeros también. Nos movilizamos para buscarles ropas secas; se le consultó buscarle un uniforme y dijo que sí.
No era fácil encontrar una talla grande para él, había que calcular para encontrar uno que le sirviera».3
Nada lo detuvo, ni los caminos anegados, ni los troncos caídos o la obstinada presencia del Flora, que estuvo cuatro días castigando a la región oriental y provocó la mayor inundación en la historia de nuestro país. Hoy, 61 años después, se le recuerda como uno de los huracanes más devastadores que han pasado por Cuba.
Muchos dicen que el miedo le cogió miedo a Fidel por lo temerario que fue, pues en muchas ocasiones asumió todos los riesgos para salvar a quienes permanecían aislados por las intensas lluvias. En su lucha insistente por llegar a los sitios más tristes, varios de los que lo acompañaban quedaron sobre un árbol en medio de las aguas. Cuando quiso subir al bote para rescatar a los varados —entre ellos el Dr. René Vallejo—, preocupado por su seguridad, con la intención de protegerlo, Universo Sánchez le dijo que no podía hacer eso, que era un peligro, una irresponsabilidad. Pero él se molestó:
«Para no hacer esto hay que cogerme preso, y para cogerme preso hay que matarme».4 Entonces se montó y, según los recuerdos de William Gálvez, al primero que sacó fue a Vallejo, que estaba en un algarrobo. (…) Después que sacaron al doctor Hugo Zayas, me dijo que mientras él veía a Fidel, sabía que se iba a salvar, esa era su esperanza».
Así ocurría, verlo allí, en medio de la tragedia, significaba la confianza de la gente en la Revolución, en que los días por venir serían mejores, aunque en esos instantes el paisaje era desolador. Había cadáveres en los caminos, sobre cercas de alambre, cuerpos de mujeres, hombres y niños ahogados, y la tristeza como una sombra en los ojos hinchados de quienes perdieron hasta el camino a la casa, pero lograron conservar la vida.
Muchos lloraban cuando lo veían aparecer, pues, aunque tenían únicamente la ropa que llevaban puesta, ver de cerca a Fidel era la certeza de que no estaban solos y otra vez llegarían los techos y se levantarían las paredes. «¡Llegó Fidel, ahora sí estamos salvados!», gritaban con las manos alzadas desde caballetes de casas sumergidas quienes veían sobrevolar un helicóptero por las tierras de Cauto del Paso.
Él, personalmente, organizó y dirigió muchas de las acciones de rescate y envíos de medicamentos, ropa y alimentos a los damnificados mediante helicópteros, camiones, barcos y anfibios. Allí estuvo, y en medio de las ráfagas insistía en seguir para ayudar al pueblo herido por la desventura. Con las botas mojadas, una capa y un casco aparece en varias de las fotografías de aquellos días, preocupado por todas las desgracias que había visto, y sin ceder al agotamiento, incluso cuando otros estaban ya extenuados.
«Fidel no se cansa», comentaban muchos, y eso bien lo sabe Bienvenido Pérez Salazar, capitán jefe de su escolta hasta 1970, pues aseguró que durante esas jornadas el Comandante «no paraba ni de día ni de noche (…) iba directamente a las casas a llevarles comida y aliento a las personas».5
Aun en medio de la catástrofe, adonde él llegaba, se reunían para escucharlo, las mujeres venían con sus niños cargados para que lo vieran, unos estrechaban sus manos, otros solo querían tocarlo, como para estar seguros de que era de carne y hueso, y estaba allí. Él los oía a todos como escuchan los iniciados a los sabios, con mucho detenimiento.
«Mire, Comandante, perdí a tres hijos, perdí a mi madre... lo perdí todo», decía un campesino. «Nos hemos quedado sin nada, aquí estamos hasta sin zapatos», le dijo otro. Y no había terminado aún la frase cuando Fidel se quitó sus botas y se las dio. Entonces se viró para quienes lo acompañaban y ordenó: «¡Entreguen las botas de ustedes!».6
A la casa del guajiro Manuel Verdecia, del barrio Los Cayos, en Granma, llegó de sorpresa. «Preguntó cómo habíamos pasado el huracán y qué habíamos perdido. Preguntaba mucho, en lo que uno respondía una pregunta él hacía tres».7
En aquella humilde morada estaba también el campesino Jesús Torné Ballester, su esposa Luz Divina y su hijo Manuel, quien tenía solo 10 años, pero no olvidó nunca cómo fue aquel encuentro con el Comandante: «Los mayores buscaron una mesita de sala y una silla y él se sentó en el portal; todo el mundo hablaba y él preguntaba mucho. Esa noche allí, habló del Servicio Militar, de la Reforma Agraria, de las tierras, del regadío. Prometió un puesto médico que enseguida se construyó».8
Su padre, Jesús, estaba con el pantalón recortado, sin zapatos y sin camisa. Fidel se interesó por cuántos eran: «25», contestó el hombre, y recordaba que «nos dieron tanta comida que yo no podía con el nailon, y enseguida empezó un médico a atendernos».9
Fidel era un muchacho de 37 años cuando el Flora envolvió en un lazo de lágrimas a Oriente. Fue como un bautismo de agua tempestuosa para el guerrillero de la Sierra, quien tuvo la capacidad de convertir los reveses en victorias, pues tras esa amarga experiencia se perfeccionó tanto la defensa civil que hoy, ninguna o muy pocas vidas, se pierden a causa de un huracán, y además se comenzó la construcción de presas en la isla, embalses o derivadoras para canalizar las aguas, evitar inundaciones y contrarrestar la sequía.
Semejantes a aquella guerra de lluvia y viento en octubre de 1963, vendrían después muchas otras, y él estaría allí, en la zona de mayores riesgos, donde más necesitaban su presencia. Por eso, junto al paso de algún huracán por Cuba, está siempre la imagen del Comandante con una capa verde olivo bajo la llovizna, enfrentando las tempestades al lado del pueblo.
1-Juan Almeida Bosque: Contra el agua y el viento, Casa de las Américas, La Habana, 1985, pp. 20-21.
2-Elvin J. Fontaine Ortiz: Fidel al frente del rescate (pdf), Editora Política, La Habana, 2015, p. 21.
3-Elvin J. Fontaine Ortiz: Fidel al frente …, ed.cit., p. 22.
4 Ibídem, p. 69.
5 Idem.
6 Ibídem, p. 73.
7 Ibídem, p. 72.
8 Ibídem, p. 73.


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