Lidia y Clodomira: la inmensidad de dos mujeres

18 de Septiembre de 2024

Lidia Doce y Clodomira Acosta

La muchacha menuda era ágil como las hebras que traspasan los huecos de las agujas. Esa habilidad para andar por trillos resbaladizos y sortear los caminos pedregosos la adquirió desde chiquilla, cuando «volaba» por el Cayal, el sitio remoto en las márgenes del río Yara de la Sierra Maestra, donde nació el 1.º de febrero de 1936.

 

A pesar de nunca haber ido a la escuela, a Clodomira Acosta Ferrals se le notaba en los ojos una inteligencia y perspicacia naturales, y eso debió advertirlo el Comandante en Jefe Fidel Castro cuando en junio de 1957 vio llegar a su guerrilla a aquella jovencita que recién cumplía 21 años. Cargaba en la delgadez las necesidades de su vida de campesina humilde acostumbrada al trabajo duro para ayudar a una familia de ocho hermanos, donde ella era la tercera; pero la distinguían la fuerza poderosa de la voluntad y la astucia.

 

Fidel midió su calibre desde ese primer día, cuando supo que ella sola logró escapar del centro penitenciario La Presa en medio de la confusión que creó luego de quemar las mochilas de unos soldados. Cuentan que el sanguinario teniente coronel Sánchez Mosquera la había encerrado allí después de pelarla al rape, como castigo por haber gritado tanto en plena calle, que evitó el asesinato de un joven revolucionario.

 

Sin su cabello africano la mirada se le hizo más desafiante y profunda, pero en el fondo, donde el iris es más oscuro que los hornos de carbón, le afloraba una nobleza infinita. Esa fue la imagen que el Comandante se guardó de Clodomira, quien en las filas rebeldes fue sumamente útil y admirada, pues como su mensajera trasladaba asuntos vitales, establecía comunicaciones, y burlaba una y otra vez la vigilancia de las líneas enemigas en misiones complejas que solo entregaban a combatientes de altísima confianza.

 

Por eso ella apenas descansaba, siempre estaba en algún viaje, tomándole el pulso al riesgo y a su valentía, como aquella vez en febrero de 1958 cuando fue hasta El Escambray para llevarle información cierta al líder de lo que acontecía en esas lomas. Sobre esto, recordaba Celia Sánchez:

 

«Fidel tenía interés en conocer lo que sucedía en El Escambray, qué gente se había alzado allí y cómo se desarrollaban los acontecimientos en aquella zona; en fin, que era necesario averiguarlo y no encontrábamos la forma de conectarnos o de averiguar qué pasaba. Allí fue Clodomira, pues era una campesina muy determinada. Ignoro cómo hizo contacto con aquella gente, pero averiguó todo. No registró todo El Escambray porque no tenía permiso de Fidel».

 

Ligera y sagaz se le ve en algunas filmaciones de la Sierra, mientras toma un fusil y practica el tiro junto a otras jóvenes de la guerrilla. Ya se presentía la creación de un pelotón femenino del que quería formar parte, Fidel le dijo que sí, pero antes debía ir a La Habana a cumplir una misión. Debió ser en una madrugada fría cuando partió Clodomira con su mensaje oculto, como en tantas otras ocasiones lo había hecho, sin embargo, esta vez no regresaría.

 

La temeridad de Lidia

 

Aquella era una cubana «de armas tomar», de esas que deciden asuntos fuertes y no titubean, de las que no temen andar por el filo de los peligros y ante las dificultades echan a volar su risa sonora como la cura para todos los males. Lidia Doce Sánchez ya no era una jovencita cuando los rebeldes empezaron a andar por la Sierra, había nacido el 27 de agosto de 1916 en las tierras orientales de Velazco, pero igual sentía en sí alientos juveniles y la necesidad de unirse a ellos. Por eso cuando supo que Efraín, uno de sus tres hijos, estaba en la guerrilla, no lo pensó dos veces.

 

El primer jefe barbudo que tuvo delante fue el comandante Ernesto Che Guevara, y sobre la primera impresión que le causó aquella mujer madura y tan segura de sí misma, él escribiría después:

 

«Conocí a Lidia apenas a unos seis meses de iniciada la gesta revolucionaria. Estaba recién estrenado como comandante de la cuarta columna y bajábamos, en una incursión relámpago, a buscar víveres al pueblecito de San Pablo de Yao, cerca de Bayamo en las estribaciones de la Sierra Maestra. Una de las primeras casas de la población pertenecía a una familia de panaderos.

 

Lidia, mujer de unos cuarenta y cinco años, era uno de los dueños de la panadería. Desde el primer momento ella () se unió entusiastamente y con una devoción ejemplar a los trabajos de La Revolución».

 

En ella encontró el Che una mensajera instruida, sagaz y temeraria a quien encargó las misiones más difíciles y secretas. Llevaba documentos a Santiago, a La Habana, y regresaba muchas veces no solo con información, sino también con armas y abastecimientos para la tropa. Era tal su audacia, que sorprenden algunas remembranzas del comandante del Ejército Rebelde Delio Gómez Ochoa:

 

«Lidia llegaba aquí a La Habana, al Ten Cent o a El Encanto, abría la cartera, dejaba ver que dentro tenía una pistola y con la misma decía: Vengo a recoger el dinero del Movimiento. ¿Quién es la que aquí está al frente de eso?. Cuando las jóvenes dependientas la veían, se asombraban. Ella, si algo no tenía, era miedo».

 

De gruesa figura, cabello corto, blusa clara, pantalón ajustado a la cintura y los brazos cruzados aparece en una fotografía junto a Fidel, Celia y Juan Almeida en la Sierra. Viéndola en esa instantánea, da la impresión de ser capaz de llevar a cabo los arrojos más admirables.

 

Precisamente, para cumplir una encomienda, viajó en septiembre de 1958 a la capital, y allí se encontró con Clodomira. Las dos, por esos días, contactaron con Delio, entonces delegado nacional de Acción del M-26-7, y quien se alarmó al conocer que allí, frente a la casa donde él se hospedaba, Lidia llevó a los muchachos del Movimiento que habían secuestrado a la Virgen de Regla para demostrarle a Batista que no eran días para celebraciones ni fiestas patronales, sino de lucha.

 

«Tuvieron la osadía de llevarla hasta frente de esa casa en un camión. Cuando me dijeron eso me incomodé y ordené que se la llevaran de allí, pues eso nos ponía a todos en peligro. Andaban con la Virgen dentro de unos tanques que habían montado encima del camión del alcoholero de Regla.

 

»Lidia era una persona muy fuerte, y arriesgada. Casualmente, unos días antes nos vimos en un apartamento cercano al campamento de Columbia, donde me entregaron las cartas que me enviaba Fidel. () le sugerí llevarme a Clodomira conmigo, porque ella no sabía dar un paso en La Habana, y le dije que me la dejara, que la iba a enviar de regreso a la Sierra cuanto antes. Eso fue lo último que hablamos».

 

Mientras me quede una mirada

 

Aquel apartamento, el número 11 en el edificio de Santa Rita del habanero reparto Juanelo, era una especie de ratonera sin salidas ni seguridad. No obstante, aunque las indicaciones de que no durmieran en ese lugar habían sido precisas, por solidaridad con los muchachos, ellas estaban allí aquella noche del 12 de septiembre de 1958, cuando La Habana estaba revuelta aún por el célebre secuestro de la Virgen y el ajusticiamiento, hacía pocas horas, de Manolo Sosa, uno de los chivatos de la dictadura.

 

Los toques en la puerta esa madrugada presagiaron la tragedia. Era un delator quien los convidaba a abrir, y cuando lo hicieron, los esbirros entraron como si fueran fieras y no hombres, despojados de todo rasgo de humanidad. Frente a los ojos de las dos acribillaron a tiros a aquellos jóvenes que no sobrepasaban los 23 años de edad: Leonardo Valdés, Onelio Dampiel, Alberto Álvarez y Reinaldo Cruz quien recibió 52 balazos. En la ropa de Alberto, como un presagio de la grandeza que acababan de ultimar, encontraron unos versos del poeta Raúl Ferrer: Mientras me quede una palabra, una mirada, un gesto/ de ninguna manera me voy a descuidar/ porque quiero caer hacia mi pueblo/ y no quiero, y no puedo fallar.

 

Ellas trataron de pelear como podían, de hacer algo para salvarlos de la muerte, pero eran demasiados los brazos que las sujetaban, y a golpes y a rastras las llevaron hasta los autos que tomaron el rumbo de la Oncena Estación de Policía. Allí, en las manos de uno de los criminales más connotados de la tiranía, Esteban Ventura, estuvieron dos días. Pensaban que, como eran mujeres, les resultaría más fácil obtener de ellas información.

 

Ellas se crecieron ante el dolor, la impotencia, y resistieron hasta el final.  Conocían, por sus viajes de la montaña al llano, lo que ocurría en la Sierra y en las ciudades, los enlaces de la clandestinidad, los principales jefes, las casas de seguridad, dónde se ocultaban los recursos, pero nada dijeron.

 

Una parte de sus sufrimientos salió a la luz cuando fue enjuiciado, al triunfo de la Revolución, uno de los asesinos, el cabo Eladio Caro, quien relató:

 

«[] del reparto Juanelo fueron conducidas a la 11na Estación, el día 13 Ventura las mandó a buscar conmigo y las trasladé a la 9na Estación, al bajarlas al sótano que hay allí, Ariel Lima las empujó y Lidia cayó de bruces, casi no podía levantarse, y entonces él le dio con un palo por la cabeza saltándosele casi los ojos al darse contra el contén [] la mulatica flaquita se me soltó y le fue arriba arrancándole la camisa mientras le clavaba las uñas en el rostro. Traté de quitársela de arriba y se viró saltando sobre mí en forma de horqueta sobre mi cintura y él tuvo que quitármela a palo limpio hasta noquearla

 

»[] La más vieja [Lidia] ya no hablaba, solo se quejaba. Estaba muy mal, toda desmadejada. El 14 por la noche Laurent [entonces jefe del Servicio de Inteligencia Naval] llamó a Ventura y le preguntó si ya habían hablado y este le dijo: “Los animales estos le han pegado tanto para que hablaran que la mayor está sin conocimiento y la más joven tiene la boca hinchada y rota por los golpes, solo se le entienden malas palabras”. Laurent terminó solicitando que se las enviara y Ventura se las mandó conmigo “prestadas” pues eran sus prisioneras; fuimos en el carro de leche, vehículo utilizado para disimular el traslado de presos o muertos que guardaban en la 10ma Estación.

 

»[] después de fracasar Laurent en sus torturas sin lograr sacarles una palabra [en la madrugada del 15] ya moribundas las metieron en una lancha, en La Puntilla, al fondo del Castillo de la Chorrera, y en sacos llenos de piedras las hundían en el agua y las sacaban, hasta que, al fin, al no obtener tampoco resultado alguno, las dejaron caer en el mar».

 

Vivas en la memoria

 

La noche en que Fidel supo del asesinato de las dos en La Habana, cuentan que no durmió un minuto, muy molesto, caminando de un lado a otro. Pensaba, quizás, en el día en que tuvo de frente a Clodomira, tan delgada y enérgica a la vez, en la promesa de hacerla parte del Pelotón Femenino Mariana Grajales a su regreso; o en el semblante sin temores de Lidia, jovial, llena de vida, dispuesta a todos los sacrificios. Él sabía cuánto de dignidad y grandeza había en ellas, podía medir el tamaño de las pérdidas estando tan cerca el triunfo, y por eso, en una ocasión las calificó como «mujeres heroicas», y asintió:

 

«Clodomira era una joven humilde, de una inteligencia y una valentía a toda prueba, junto con Lidia torturada y asesinada, pero sin que revelaran un solo secreto ni dijeran una sola palabra al enemigo».

 

Por su parte, cuando el Che conoció sobre lo sucedido, exaltó: «Sus cuerpos han desaparecido, están durmiendo su último sueño Lydia y Clodomira, sin duda juntas, como juntas lucharon en los últimos días de la gran batalla por la libertad. (...) Dentro del Ejército Rebelde, entre los que pelearon y se sacrificaron en aquellos días angustiosos, vivirá eternamente la memoria de las mujeres que hacían posible con su riesgo cotidiano las comunicaciones por toda la Isla y entre todas ellas, para nosotros, para los que estuvimos en el frente número uno y personalmente para mí, Lidia ocupa un lugar de preferencia».

 

Los senderos de la montaña que tantas veces recorrieron las dos ya no son los de hace 66 años, tampoco el mar, aunque continúe rompiendo sus olas en los muros del torreón de La Chorrera, pero Lidia y Clodomira siguen siendo las mismas, una veinteañera y la otra desafiando sus 42 años, vivas en la memoria del pueblo, con algún mensaje oculto, los pies ligeros, la mirada retadora, y la decisión, en lo recóndito del alma, de, si cayeran en manos del enemigo, resistir hasta lo indecible, pero no revelar ni una sola palabra.

 

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