Ilustre peregrino de la Patria. El caballero intachable
El frío de aquel 22 de febrero de 1877 en Nueva York, fue demasiado para Francisco Vicente Aguilera Tamayo, el bayamés, que nacido en opulenta cuna, soportaba los rigores climatológicos de una tierra extraña en la más absoluta pobreza, porque nunca se cansó de los intentos de reunir recursos para mandar a la Isla amada.
Allí se encontraba por determinación del presidente de la primera República en Armas: Carlos Manuel de Céspedes, quien decidió enviarlo a los Estados Unidos y nombrarlo Agente General en este país para unir a los emigrados que se encontraban en pugnas y juntar fondos destinados a la independencia, tomando como base su pericia en los negocios.
Fue esta una encomienda a la que dedicó sus últimos años y fuerzas, pues a pesar de saberse enfermo, fueron constantes los recorridos por territorios norteños y europeos, donde chocó con el egoísmo de las autoridades norteamericanas y de la clase opulenta cubana, que vivía en la emigración cuando hablaba sobre la necesidad de ayudar a la Patria oprimida. En estos menesteres perdió los pocos ahorros que le quedaban y ninguna expedición organizada arribó a Cuba.
A Estados Unidos llegó en 1871 tras haber sido electo por la Asamblea de Guáimaro como secretario de la Guerra y posteriormente aprobado por la Cámara de Representantes como vicepresidente de la República, cargos ganados a partir de su entrega y ejemplo intachable.
Él, quien para conseguir la soberanía de la nación, se fue a la guerra renunciando a sus casi tres millones de ducados, miles de cabezas de ganado, centenares de caballos y 4 136,50 caballerías de tierra entre fincas, potreros, ingenios azucareros, un cafetal, haciendas y otras propiedades dispersas por Bayamo, Manzanillo, cercanías del Cauto y el sur de Las Tunas; según expresa el historiador Ludín Fonseca, autor del libro Francisco Vicente Aguilera. Proyecto modernizador en el valle del Cauto.
Las mencionadas pertenencias fueron heredadas algunas, de sus familiares; pero en la mayoría, adquiridas y mejoradas por él tras quedarse huérfano de padre a los 13 años.
En franca contradicción con los intereses de la clase acomodada a la que pertenecía, desde 1851 participó en intentonas independentistas, sin resultados exitosos. Por ello, cuentan los historiadores, que era de los más apasionados aquel 13 de agosto de 1867, al fundar el primer Comité Revolucionario de Bayamo y el Oriente, cuna de conspiración. Incluso afirman que en su casa y en la de Perucho Figueredo esa misma noche se compuso la marcha La Bayamesa.
Por tales razones, no hubo caballero más idóneo para dirigir a esos optimistas entre los que se encontraban Francisco Maceo Osorio y Carlos Manuel de Céspedes, pues en varias ocasiones Aguilera se reunió con hacendados camagüeyanos y occidentales para promover el ideal de libertad.
Sobre Aguilera el ilustre patriota Manuel Sanguily escribió: “No sé que haya una vida superior a la suya, ni hombre alguno que haya depositado en los cimientos de su país más energía moral, más sustancia propia, más privaciones a su familia adorada, ni más afanes ni tormentos del alma”.
Así lo demostró cuando, a pesar de su cargo y primacía en la organización del futuro alzamiento, supo subordinarse con lealtad y franca disposición a Céspedes, el nuevo jefe, debido a la necesidad de adelantar el estallido de la guerra, pues las autoridades españolas conocían los planes insurrectos.
Desde entonces combatió sin tomar en cuenta los comentarios divisionistas ni intrigantes, por el contrario, siempre defendió la necesidad de la integración y ante los dudosos expresaba: “acatemos a Céspedes si queremos que la Revolución no fracase”.
Así entró triunfante a su Bayamo natal el 20 de octubre de 1868, donde años antes se había desempeñado como abogado y había ocupado diversos cargos públicos. Ahora llegaba “con una tropa compuesta por sus mayorales, empleados y esclavos a los cuales les había concedido la libertad”, escribió el investigador Raúl Rodríguez La O.
Mas su patriotismo y vocación de entrega aumentan cuando al consultársele sobre la decisión de quemar su ciudad y las propiedades que tenía allí, contestó: “nada tengo mientras no tenga patria”.
Entonces refrendan diferentes diarios de campaña que fue su antorcha de las primeras en encender su hogar, uno de los más espléndidos de la urbe. Así era la dignidad de este caballero bondadoso y desinteresado.
Muchas fueron las jornadas de gloria y sacrificio que vivió tanto en la nación como en la emigración. Ejemplo de ello es que tras la deposición de Céspedes en 1873, Aguilera debía regresar a la Isla y asumir la presidencia, pero cuando se lo comunicaron, señaló que no retornaría hasta traer una gran expedición de armas, necesaria para el desarrollo de la contienda.
Cuentan que casi hasta el fin de sus días intentó reunir los pertrechos anhelados como el más humilde de los cubanos, pues le fueron despojados todos los cargos y aunque en varias ocasiones logró embarcarse con el cargamento ansiado, nunca pudo desembarcar en las costas de la patria amada.
Poco a poco, el cáncer que adolecía, junto a la frustración de no poder retornar a Cuba, apagaron la vida del patriota que demostró que el amor por la independencia de su nación estaba por encima de todo el oro del mundo y que su verdadera fortuna era la moral, esa que estaba apegada al ideal de liberación.
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