El noviazgo (I)
Existió una época en la que, para ver un ombligo, había que casarse. Ni siquiera las trusas ayudaban.
Fue durante la juventud de mis abuelos. El siglo XX andaba por su primera mitad, y no pocas parejas rompían unos cuantos sillones antes de darse el sí en el altar o ante un funcionario público.
Los noviazgos eran largos. El de mis abuelos maternos duró, al menos, ocho años: de 1937 a 1945, más que la Segunda Guerra Mundial. De hecho, abuelo se rindió apenas tres meses antes que los nazis.
Si el contrato matrimonial se igualara al de trabajo, el noviazgo vendría a ser el período de prueba.
En estos tiempos, justo desde el comienzo de la relación, se evalúa al potencial compañero de vida mediante un ancestral precepto chino que pusieron de moda en occidente los pragmáticos norteamericanos y Lenin: «la práctica como criterio valorativo de la verdad». Dicho en buen cubano, se va «al pollo del arroz con pollo», se pone «el muerto delante y la gritería atrás».
Pero en la mocedad de mis abuelos, las cosas funcionaban distinto.
Los noviazgos breves no eran bien vistos —sugerían ligereza de la novia, e incluso el probable ocultamiento de un embarazo precoz—. Los demasiados largos, tampoco: se sospechaba que al novio le costaba «dar el paso».
Entonces, como ahora, hallar el justo medio resultaba complejo, y la demostración de idoneidad de un aspirante a cónyuge, tendía a prolongarse indefinidamente.
Luego que al candidato le concedieran la mano de la joven pretendida, iniciaba una etapa de conocimiento mutuo que suponía horas y horas de plática supervisada por una chaperona (persona que acompaña a otra para protegerla o vigilar su comportamiento, en estos casos era por parte de la novia), cuya presencia inhibía el contacto físico u otra desviación de «las buenas costumbres». Los novios conversaban de lo humano y lo divino, día tras día, año tras año, balanceándose en sillones que se desencolaban y volvían a encolar, apoyando sus cuerpos jóvenes, plenos de energía, en respaldos y asientos de rejillas mudadas cada tanto, hasta que el sueño, el cansancio o el aburrimiento —de uno o de ambos tórtolos— ponía fin a la visita de turno.
Exactamente no logré cuánto duró el noviazgo de mis abuelos. Perdí la oportunidad de preguntarles en vida, al igual que sobre tantas otras cosas. Vencer la parquedad de abuelo me habría costado, abuela era una fuente espléndida.
Precisamente ella me contó que su relación de novios finalizó de repente, a causa de un hecho imprevisto que influiría en la historia de la familia.
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