Ebo y Eva
«Khaimwakambinga, mwakamuhaki», «En cada estación la persona debe crecer».
El jeep se pone en movimiento. Los niños de Quitundo—pueblo de Cuanza del Sur, Angola—corren tras él, mientras Eva los observa con una mirada maternal. Cree que los niños angolanos, en vez de caminar, danzan con sus grandes zancadas. Parecen felices consus sonrisas impresas en sus rostros.
A veces se transforma en lo que ve, y como al auto, también lo persigue un ave. Ella sale disparada a través de la ventana con un plumaje verde y rojizo. Vuela y retoza junto a los niños, quienes intentan atraparla sin resultado. Después entona su melodía de la buena suerte, y en un santiamén recorre la breve distancia de diez mil kilómetros.
¡Qué cielo tan azul el que encuentra Eva transformado en el ave verde y rojizo! Es la primera hora en la isla y el pequeño Raúl remolonea en la cama. Su padre ha probado todos los argumentos posibles, pero el niño insiste en que solo necesita un minuto más para poner sus ideas en orden.
El pájaro se cuela por una hendija. Raulito se sorprende y se incorpora de inmediato pero no en señal defensiva, sino como quien reconoce a un ser querido y lejano. El pájaro hace un vuelo rasante y el niñosonríe. Se detiene en el borde de la cama,extiende su mano derecha y el ave camina hasta sus dedos. Esto dura solo unos segundos, porque ella recuerda que la transformación pronto terminará. Antes de partir vio cómo Raúl se colocaba el uniforme mientras el padre peinaba su cabello encaracolado.
El jeep sortea los obstáculos de un camino pedregoso. Eva ha vuelto a su cuerpo y el vehículo continúa llevándola hacia el África profunda, donde los espíritus nacen del centro de la tierra para dar esperanza. La localidad de Quitundo está cerca; así que se acomoda la bata blanca y se enreda en su cuello el micrófono que sirve para escuchar el corazón. Le obsesiona escuchar el corazón y los pulmones de los niños, tal vez porque piense que ahí es donde se esconde el alma.
Al ver el río Mabassa, piensa que si continúa la sequía que hay fuera las madres no podrán alimentar a su prole. La idea la atormenta, y cuando eso sucede, una lluvia mínima se precipita desde sus ojos. Primero fue Cadá, después Gabela, Quitundo… en cada pueblo carga sobre su espalda miles de historias, que luego conforman su propia historia.
El jeep se detiene en una plaza de tierra amarillenta en el centro de Ebo. Eva se apea y los niños descalzos aparecen desde todas las direcciones. Le cortan el paso, pero toca la cabeza a cada uno y abren un camino que va desde el jeep hasta la iglesia. El chofer descarga los recipientes refrigerados, ella le grita, dulcemente, para que lo haga con suma atención.
Elsoba—persona sabia de la comunidad—camina a través del pasaje que han abierto los niños.La saluda y extiende su mano en forma circular como indicando que todas aquellas personas ahí reunidas le dan la bienvenida. Eva asiente con la cabeza, y no quiere ser descortés, pero no hay tiempo que perder.
Improvisan un consultorio en la entrada de la iglesia. Una mesa, tres o cuatro sillas y los recipientes refrigerados. Cuando todo está listo, sus grandes ojos descubren que la plaza de tierra amarillenta ha quedado vacía. «A dónde se fueron todos?», pero el soba se encoge de hombros.
Nada la detiene. Magias como esta de mujeres y niños asustadizos, ha visto miles en Angola, así que se arremanga su bata y deja sus brazos al descubierto y solo pregunta una cosa, «¿dónde está el mercado?»
Las mujeres llevan escasa ropa, sin llegar a estar semidesnudas como en Cadá. Pero no hay ancianos y ellaquiere creer que las personas no envejecen en Ebo, porque es eso o enfrentarse a la terrible realidad de que se mueren antes. Quiso echarles en cara cuántos niños se salvarían con una simple vacuna, pero no eran culpables ni del miedo ni de la ignorancia.
Se tumba con ellas en el suelo de tierra amarillenta. Si no fuera por su piel blanca, se habría confundido con aquellas mujeres que solo saben dos cosas, que aman a sus hijos y que temen a las vacunas. Entre todas quitan la cáscara a la mandioca, y después enseñan a la visitante cómo cortarlas en pequeñas porciones.
Eva atrae hacia sí a un niño que le recuerda al pequeño Raúl. «Por qué no estás en la escuela», fue la pregunta que no hizo. Examina sus ojos, palpa su abdomen abultado y con el micrófono escucha su corazón. De uno de sus bolsillos saca una tableta de Albendazol, la madre del niño suelta la mandioca y asiente; el chofer del jeep le extiende una botella de agua y el niño que no fue a la escuela hace muecas porque las pastillas que desparasitan «saben a rayo».
Quién no estuvo ahí o no conozca a Eva no lo creerá, pero se puso de pie y todas aquellas mujeres la siguieron con sus siete u ocho hijos. La plaza amarillenta de Ebo se volvió a llenar de personas y en una fila interminable los niños recibían las gotas de la felicidad.
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