Una vida llena de retos
Desafíos, optimismo, polémica y trabajo han marcado los más de 60 años de un cubano internacionalista que siendo muy joven cayó prisionero en una emboscada durante la guerra contra la invasión de Somalia a Etiopía. Un combatiente que no ha dejado de pensar en la Revolución.
Pasó muchos años imaginando el camino a su casa, los besos de la familia y el rodar del mundo desde un rincón de apenas unos metros cuadrados en el mapa de África, donde la luz le llegaba cortada por rejas y sus manos veinteañeras se hicieron adultas aprendiendo hasta el cansancio los detalles de las esquinas.
Limpiaron con precisión de artista cada centímetro de la celda, abrazaron en sueños, escribieron cartas para su madre, sirvieron de almohada, escudo, abrigo, y pasaron las páginas de cientos de libros que le dieron la libertad espiritual al hombre acechado por la muerte y la fantasía.
Estuvo casi once años en una celda, sin más compañía que las hormigas, las letras y los gritos de los prisioneros de guerra etíopes torturados por los soldados somalíes.
Hasta para cultivar la soledad lo acompañó. “La agricultura fue una de las ocupaciones que más me gratificaba en la cárcel, allí logré híbridos de vicarias y empecé a sembrar granos de frijoles y maíz, me los comía tiernos para incorporar vitaminas y proteínas al cuerpo”, cuenta quien sabe mejor que nadie la necesidad de cultivar para respirar y de hacer producir la tierra para seguir vivo.
“Todos los días iba con mi cubo lleno de agua y regaba mi siembra. En una ocasión me dieron un puñadito de frijol y lo sembré, luego hice lo mismo con unas semillas de maíz. La comida era muy mala, estaba enfermo, me sangraba la encía, perdí muchas piezas por falta de vitaminas y proteínas. Para resolver el problema sembraba diario dos o tres semillitas de frijol durante 15 días, luego las recogía tiernas y volvía a realizar este proceso. Sabía que las hojas eran ricas en proteínas y vitaminas”.
Tal vez por eso hoy, con el peso de su historia y sus tres estrellas sobre los hombros, por los rojizos suelos de San Antonio de los Baños, en las cercanías de La Habana, anda el coronel Orlando Cardoso Villavicencio, Héroe de la República de Cuba, con sus botas enfangadas, recién salidas del surco anegado en agua y sus manos revisando los retoños. Su uniforme verde olivo a veces se confunde entre los maizales, los sembradíos de pepino, mango, calabaza, tomate y palmas reales casi centenarias.
No nació en el campo, nunca labró la tierra, aunque ahora conoce cuántos quintales de boniato produce una hectárea, o las libras de yuca que le cosecha a un “nido”, como le llama a una práctica de siembra que aprendió hace cuatro décadas en una cárcel de Somalia.
“Esta finca es para demostrar que es necesario transformar la manera de sembrar. Aquí hay una extensión de 18 ha, en producción solo 14. Nuestro objetivo es capacitar a los productores al terminar el proyecto. Este sistema lo diseñé en prisión para países pobres como Haití. Cuando regresé a Cuba me percaté que aquí hacía falta también. Hace como quince años que trabajo en otras provincias; en muchas no tuve el apoyo que necesitaba. Me cansé, vine para La Habana y decidí dejarlo todo. Después, volví a experimentar, primero en una finca en Quivicán y luego en esta de San Antonio de los Baños”, donde espero lograr altos rendimientos por hectárea, como en las otras provincias. Tengo todo el apoyo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Hoy su siembra, que ya no significa aquellos pocos granos salvadores, le sigue alimentando el espíritu. “Yo considero la agricultura fácil. En Cuba hay suficientes recursos para producir toda la comida que necesitamos, incluso para exportar. Tenemos que hacer cambios positivos”.
El Héroe que escribe, el escritor que es Héroe
Sobre una mesa de madera, tiene la computadora que trajo de su casa para la finca, y ante ella, sus ojos van de un lado al otro de los renglones. Cuando no está entre los quehaceres de la tierra, aprovecha y viaja al mundo de la literatura. “Me cuesta mucho leer por problemas de la vista”. A pesar de ello, Villavicencio vuelve hasta los párrafos, una y otra vez, quizás porque fueron sus únicos amigos en los días más duros y siguen ayudándolo a borrar los caminos que a veces lo llevan hasta su cautiverio en Somalia.
“He sido concluyente con la cárcel, la recuerdo cuando imparto conferencias. En ocasiones sueño con ella, nunca con el rigor de esa realidad. Tengo secuelas, claro: no puedo estar encerrado, no me puede faltar el jabón… A mi regreso, al encontrarme una camilla en el hospital por primera vez, me puse muy mal. Nunca más me atreví a subirme a una, si iba por un pasillo y veía alguna, me escondía; hasta que un en la celda frente a la mía se llevaban en estas a los muertos que torturaban después de atroz sufrimiento”.
Por todas aquellas horas de angustia, dolor y resistencia que vivió encarcelado en Lanta Buur y guardaba en la memoria, muchos le pedían que escribiera. Una amiga incluso llegó a afirmar que nunca lo haría. Un día, encendió la computadora, pulsó las primeras letras y enfrentó su reto a aquella soledad. “Pensé que a los 15 años de estar en Cuba podría hacerlo, me lancé como un león. Tuve pesadillas, me subió la presión, mi comportamiento cambió. No era fácil revivir tanta agonía. Al final me impuse”.
¿Se siente usted un derrotado en África?
“No, no puedo pensar en mí, tengo que hacerlo de forma más amplia. Angola fue un triunfo rotundo y Etiopía también, por una sencilla razón: no fui solo a Etiopía, formé parte de un grupo de tropas cubanas que participaron en esa misión. El objetivo era ganar la guerra, y se ganó”.
¿Era mejor morir o caer prisionero?
“Esa pregunta nunca me la han hecho, pero lo he pensado. Hubo un momento en la prisión que hubiese preferido caer muerto en la emboscada, fue mucha la angustia. Era tan optimista buscaba cualquier elemento al cual asirme para salir del bache y después, pasaba la crisis, reflexionaba y me reprochaba por pensar en la muerte, a fin de cuentas, tenía un horizonte abierto ante mí, estaba a punto de salir, pensaba en Cuba, mi futuro, mis familiares, amigos… Además, nunca me defraudó el Estado cubano. Sabía también que Cuba estaba haciendo gestiones para mi libertad”.
En medio de los sufrimientos, cuando la lejanía le apretaba el cuello y la impotencia lo ponía contra la pared, a Villavicencio le salvó la vida el optimismo y la rutina que respetaba como el más estricto soldado. “Se lo decía a mi madre, no te preocupes que si este año no salgo, lo haré el que viene, que vengan años que hay juventud, esa era mi frase. A pesar de la hostilidad, del rigor tan terrible, siempre pensaba: ‘El próximo año me voy’”.
Dicen que tengo aché
Luego de diez años, once meses y un día, Villavicencio volvió a su Patria. “Llegué destruido psicológicamente. Había estudiado agronomía, arquitectura, música, pero emocionalmente estaba muy mal. La gente me decía que hablaba como un extranjero, lo hacía enredado y forzado. Empecé a rechazar a todo el mundo, hasta a mi madre, no quería salir del hospital. La fantasía es muy rica, cuando vives con ella puede ser algo espectacular. La Cuba que me imaginé durante todos esos años no era ni la que yo había dejado en 1978, ni mucho menos la que encontré.
¿Cuál fue el resultado?, violento. Todavía la música que oigo es la de la Década Prodigiosa, mi esposa dice que estoy detenido en el tiempo”.
El reencuentro con su familia, más que alegría, luego de tanta espera, significó un trauma. “Cuando llegué a la prisión todo me hacía sufrir, sobre todo la celda de las torturas que estaba enfrente a la mía y eso empezó a manifestarse en mucha ansiedad, falta de aire, una arritmia muy fuerte. Cada vez que se moría un hombre allí, el sufrimiento era incalculable.
“Si había una visita temblaba de excitación, de dolor, de ver qué pasaría. Llegó el momento en el que me di cuenta que mi organismo, de forma inconsciente, fue creando un sistema de defensa, basado estrictamente en la indiferencia, ya no me importaba nada, si moría alguien frente a mi celda, me era indiferente, lamentaba su muerte, pero no me daban síntomas de histeria, ni me faltaba el aire, ni me daban arritmias. Empecé a vivir en un “minimundo” independiente. Al llegar a Cuba estaba convencido de que ese muro se iba a desmoronar, pero no fue así. Al verme rodeado de tanta gente queriéndome conocer, dicho muro se solidificó mucho más, le hice rechazo a todo. Estuve ocho meses con tratamiento psicológico”.
¿Se cree usted un héroe?
“No me lo creo. Me tocó a mí, a lo mejor te toca a ti y hubieras tenido un mejor comportamiento. Si eres un héroe, tienes que hacer las cosas con mucha modestia, como te lo dicta la conciencia, sobre todo, ser útil, serlo no es sentarse a bobear, no, tienes que trabajar”.
Es quizá esa la madera que realmente forma a este héroe que nunca pensó serlo, sin embargo, desde sus inicios en los Camilitos, soñó con ver sobre sus hombros los grados de general, como todo oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Hoy lo reconocen como un símbolo de la nación y de la resistencia.
“Mi carácter no es difícil, cuento con muy pocos enemigos y son porque ellos me han seleccionado. Dice la gente que tengo mucho aché, no me meto con nadie, al contrario, siempre trato de ayudar a todo el mundo”.
Hace casi treinta años que Villavicencio regresó a Cuba, y aunque piensa que perdió toda su juventud, “los años de noviar o del primer matrimonio”, le ha cobrado a la vida parte de la felicidad que la soledad le arrebató.
“Me critican lo que hago en la agricultura. Tengo casa, una familia bella, excelentes amigos y me va muy bien en el mundo literario. Reto a la Soledad tiene el premio al libro más leído y vendido en Cuba, soy miembro de la Uneac. Podría estar en mi hogar, disfrutar la vida con tranquilidad, pero siempre encuentro algo que hacer, por eso estoy aquí trabajando enfangado. Lo hago con placer”.
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