Un chino atrás (II)
Acepté el noviazgo con el chino,en contra de mi voluntad,porque en esa época el respeto a un padre se consideraba sagrado, incondicional, absoluto.
Al principio, casi toda la familia se atrincheró a mi lado. Nadie entendía que a los 17 años, plena flor de mi vida, renunciara a ser feliz.
Sin embargo, los cartuchos de frutas enviados por el chino arribaban puntuales cada día y no tardaron en hacer efecto. Manzanas envenenadas, papayas insolentes, hipócritas anones, socarronas piñas, guayabas indiscretas, chovinistas naranjas, duraznos resentidos, volubles fresas, peras altaneras, mangos bizcochuelos en pandilla, hieráticos canisteles, uvas falaces, mameyes adulones, traicioneras guanábanas, abusivos plátanos manzanos… Ejército de pulpas, zumos y champolas —dirigido con malicia a paladar y estómago—, responsable de numerosas bajas en las filas de una resistencia disminuida finalmente a mamá —clandestina— y a mi hermana Lola, que no daba ni pedía tregua.
Papá concedió a su «futuro yerno» el derecho a visitas diarias, de ocho a diez de la noche. Yo, tan pronto llegaba de la colocación, me daba una ducha, comía un poco de gofio1con azúcar y desahogaba mis penas con Lola.
A las ocho en punto, debía estar sentada en la sala con el chino —y mamá, de chaperona—, en dos sillones jimaguas que soportaban junto a mí su letanía de extender el negocio de frutas, promesas sobre la vida que me esperaba luego de casarnos, y el copón divino.
Yo apenas asentía, sin ponerle mucho asunto, y murmuraba: «Anjá» para acá y «Anjá» para allá, al ritmo del balanceo. Eso sí, cuando él decía pretender un montón de hijos, asentimiento y «Anjá» se me atoraban de inmediato.
Solo de imaginarme rodeada por copias diminutas de ese hombre —su cara reproducida al infinito—,el gofio se me revolvía en el estómago. Y ni hablar de la cuestión previa. ¡Dios misericordioso!
El chino también era celoso en extremo. A cada rato dejaba caer sus leyes, como preparándome para lo que vendría. El colmo fue cuando cumplimos un año de novios.
Ese día, alquiló un Buick descapotable y nos paseó a mamá, a Lola y a mí por el Vedado, hasta una cafetería donde bebimos té frío con pastel de limón —según él, aquello estaba de moda; y sabía rico, la verdad, mas no llenaba—. Merendando allí, lo soltó:
—Muñeca, después que nos casemos, no quiero que te visite ningún hombre. Ni siquiera tu padre o tus hermanos.
Por poco me atraganto con el pastel. Miré a mamá y a Lola. Sus rostros eran poemas.
De regreso a casa, Lola dijo que si no terminaba con ese chino sádico, me dejaría de hablar. Entré al baño y lloré empapada bajo el caño de la ducha. Ahí estuve un buen rato. Mamá tocó a la puerta y puso fin a mi angustia:
- Sal de abajo del agua, mija, eso debilita.
La noche siguiente, me negué a recibir al chino. Y la otra. Y todas a partir de entonces. Papá se puso hecho una fiera. Amenazó. Dijo horrores. Pero yo estaba decidida. Y conté con el apoyo de Lola y de mamá.
Por supuesto, sin los cartuchos de frutas, el clima en casa permaneció tenso. Varios de la familia me viraron los cañones.
El tiempo pasó, y un día, cuando ya nadie hablaba del chino, llegó la noticia de que se había ahorcado. Nunca entendimos por qué.
Dios sabe que yo no le guardaba rencor. Jamás albergué malos sentimientos.
Tampoco he tenido pesadillas con él. Por suerte. El pobre ya era feo vivo. Di tú, muerto y con la lengua afuera.
Referencias, Notas o Fuentes consultadas
Nota:
1Harina gruesa de trigo, maíz o cebada, tostados.

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