Nadie le da alcance, pero como no se detiene ni mira hacia atrás, entra raudo en el número 226 en busca de algún madero que iguale la pelea con los más grandes.

La señora Rosario se sorprende por la facha de Josué, tan delgadito y pequeño con sus seis años, y tan vivo y lleno de una energía que nadie sabe de dónde salió. Estaba sucio, con su ropa desarreglada y parecía más un perro de pelea que un País.

¿Qué sucedió hijo mío?

—No se preocupe madre, me quisieron quitar mis bolas, pero ahora van a saber quién soy yo.

En ese instante entró Frank a la sala. Parecía tener muchos más años que solo aquellos nueve, y le habló a su hermano con una mezcla de ternura y firmeza:

¿Cuál es el problema Josué?

—Lo de siempre Frank, los bandidos de la calle Habana me quitaron las bolas, pero yo…

Frank interrumpe a su hermano y lo calma. Mira a su madre y hace una señal de que es un asunto que debe ser resuelto entre ellos.

En un santiamén, Frank y Josué salen a la calle.

Unos veinte minutos después regresan, y Frank viene tan magullado como Josué, pero como ambos sonríen y tienen todos los dientes, Rosario no se alarma demasiado.

Frank explica a su madre:

—No se preocupe, ya esos aprendieron que nadie se mete con los País.

Después todos ríen, y Josué como el primero.