Ay, Dios, ampárame

10 de Septiembre de 2025

Virgen de la Caridad del Cobre. Foto: Julio Ángel Larramendi

 

A fines del siglo pasado, mi primita adolescente tuvo problemas de salud. Su madre la llevó al médico. Varias veces. También, a consultarse con un religioso. Y este indicó que la niña necesitaba «hacerse santo»1.

 

La familia no fue unánime en aceptar la idea, pero todo el que pudo colaboró. Incluso los no creyentes, puestos ante una decisión tomada, albergamos la esperanza de que la religión ayudase a la muchachita, si su psiquis, estimulada por la fe, impelía al organismo hacia la cura.

 

Pero «hacerse santo» cuesta dinero. El padrino 2 de mi prima se iniciaba en tales menesteres, y sus tarifas eran tímidas, pudorosas, comparadas con lo que han sido después. Aun así, tío debió echar mano a los exiguos ahorros sudados durante años de sacrificios y, además, multiplicar tiempo y esfuerzo en faenas particulares como albañil, carpintero, electricista y plomero, acometidas luego de su jornada de trabajo estatal. Asimismo, mi hermano —llevaba poco viviendo en España— respondió al SOS que le enviamos, con un significativo aporte. Una cifra menor pero igual de importante, fue la contribución desde el extranjero de alguien de la familia materna de mi primita. Yo pedí un crédito al banco, buena parte del cual, lo liquidó tío a plazos.

 

La niña –ya una jovencita– estuvo una semana entera en casa del padrino, consagrada a ritos ancestrales traídos a este archipiélago por esclavos oriundos de África. Ochún, una deidad yoruba —orisha cuyo alter ego es la Virgen de la Caridad del Cobre, Cachita, la Patrona de Cuba—, le salió como «madre en el santo» o «santo de cabecera».

 

Al cabo de siete días de ceremonias ocultas, mi prima, recién nacida en la religión, fue presentada en sociedad. Ocurrió en el hogar del padrino, pleno barrio habanero de Los Sitios.

 

Para cumplir con ella, llevé hasta allí a mamá y a abuela. Era una casa en bajos, con un pasillo lateral —sin techo— que recorría cada habitación desde la puerta de calle hasta la cocina, al fondo. Había bastante gente, desconocida: yendo de un lado a otro, hablando, comiendo… Nosotros tres nos aferramos a tío. Él nos explicó que, según la tradición, mi primita tenía prohibido abandonar la estera donde permanecía sentada, en uno de los últimos cuartos. Podíamos ir a verla, a la niña no se le permitía hablar con nadie, ni a los demás dirigirle la palabra. Eran las reglas.

 

Al rato, tío me guio a la habitación del culto. En la puerta abierta de par en par aguardaban cinco o seis personas. Pedí el último, mientras tío regresaba junto a mamá y abuela.

 

Mi primita, pelada al rape, serena en apariencia, compartía la estera con ofrendas de frutas y otros alimentos. Al frente suyo, en el suelo, una campanilla, una maraca y una jícara con dinero. No recuerdo si vestía de blanco o los colores de Ochún. Tampoco, el altar presidido por la Virgen de la Caridad del Cobre, aunque resulta obvio que lo hubiera.

 

Han pasado más de veinte años. Tal vez omito o confundo detalles, e incluso altero el orden de eventos, pero, en mi memoria, todo el que entraba a la habitación, se arrodillaba ante mi prima –o ante Ochún, no lo tengo claro–, hacía sonar la campanilla y la maraca, una reverencia, y, por último, echaba dinero en la jícara, que se veía desbordada de billetes –pesos cubanos, dólares, euros–. Desde un billete de cien dólares, la efigie de Benjamín Franklin, inventor del pararrayos, me estremeció con un corrientazo de arriba abajo. Fui hasta donde abuela y mamá acaparaban a tío, y lo llamé aparte. Quise saber el destino de ese dinero.

 

—Es para el padrino —respondió tío— ¿Por qué?

 

—Por nada. Curiosidad.

 

No tardé en verme de rodillas junto a mi primita. Su semblante se iluminó. Le sonreí, hice sonar la campanilla y la maraca, y deslicé un peso en la jícara. La caprichosa moneda, reacia a zambullirse entre sus «colegas», permaneció en la superficie: acusadora. Desde el rostro de aquella niña dulce a la que había visto nacer, Ochún me observó ceñuda. Por suerte, no podía hablar.

 

Una semana después, cuando mi prima avanzaba en su etapa de Iyabó3 y aprendía a dominar con voluntad los retos de salud, le pedí que me disculpara 

 

por haber sido yo, tan cercano a ella, quien menos aportase a la jícara. La mirada de Ochún me atravesó de nuevo.

 

 

 

—Tú no fuiste quien menos dio —dijo.

 

—¿Ah no?

—No. Mi queridísima tía, tu madre, echó una peseta 4.

 

Mamá siempre compitiendo conmigo.

 

Referencias, Notas o Fuentes consultadas

 

Notas:

1Nacer en la religión. (Natalia Bolívar Aróstegui, Los orishas en Cuba, Glosario comentado, Editorial José Martí, La Habana, 2017)

2Padrino de santo: oficiante que «le hace» el santo al iniciado, su confesor, su asesor en la vida religiosa, su educador en los secretos de la regla de Ocha. (Natalia Bolívar Aróstegui, Los orishas en Cuba, Glosario comentado, Editorial José Martí, La Habana, 2017)

3Persona que acaba de «hacerse santo», durante el primer año después de su consagración. (Natalia Bolívar Aróstegui, Los orishas en Cuba, Glosario comentado, Editorial José Martí, La Habana, 2017)

4Moneda cubana de veinte centavos. Todavía es de curso legal, perose usa muy poco. También se llamaba peseta a la moneda de cuarenta centavos, añadiendo el apellido «de cuarenta»: «una peseta de cuarenta». Esa dejó de circular legalmente hace tiempo.

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