Ay, yo me voy a Pinar del Río (III)
En pleno centro de la ciudad de Pinar del Río, cerca de la terminal de ómnibus, se hallaba —o aún se halla, no sé— una cafetería especializada en recetas con huevo, cuyo plato estrella daba nombre al lugar: «La casa de la tortilla».
No recuerdo mesas en aquel sitio. Solo una barra o mostrador con banquetas adosadas. Innumerables veces apacigüé el estómago allí mientras aguardaba la salida de una guagua hacia la capital del país. Usualmente, el plato seleccionado en la carta se servía acompañado de pan y algún refresco o jugo de frutas, pero la crisis económica que estremeció Cuba en los años 90 del pasado siglo, hizo cada vez más exiguas las guarniciones hasta desaparecerlas por completo. Igual sucedió con la variedad del menú.
A duras penas, sobrevivió la tortilla al plato: de un solitario huevo y sal.
En una de tantas visitas a esa cafetería, durante lo más crudo del «período especial», se sentó a mi lado un señor algo mayor que yo —éramos los únicos clientes en ese momento—, cargado con una mochila amplia de tela verde olivo gastada por el tiempo y el uso. Tras responder su saludo, volví a mi ensimismamiento. El cansancio, la espera y el reclamo insistente de los jugos gástricos, me tenían de mal humor.
Llevaba horas en la terminal de ómnibus intentando regresar a casa, pero había muy pocas guaguas y demasiada gente. Justo antes de la medianoche, el último ómnibus de esa jornada saldría con destino a La Habana por la carretera central —incluida escala en Artemisa—: más de cuatro horas de viaje, el doble del tiempo usual por la autopista.
Yo deseaba con toda mi alma un asiento en aquella guagua —o un sitio de pie, daba igual—. Y, saborear una tortilla antes, claro. Sin embargo, la incertidumbre y el pesimismo cuchicheaban a mi oído como Pepes Grillo siameses de mal agüero.
Una vez que la camarera nos hubo tomado la orden, el hombre de la mochila se empeñó en charlar conmigo. «Qué tipo más pesado», pensé. No quise ser grosero. Mantuve el contacto visual y, cada tanto, asentía apenas con la cabeza, mascullaba hastiado un «Sí», o respondía a sus carcajadas encogiendo los músculos faciales en un gesto sutil que hubiera envidiado La Mona Lisa.
Me pareció eterno el tiempo simulando que lo atendía. Tan poco caso le hice que, hasta hoy, no recuerdo sobre qué hablaba. Odié su intromisión, su increíble falta de tacto hacia alguien que, evidentemente, anhelaba estar solo.
Al fin, regresó la joven con nuestros platos: una escuálida tortilla para cada uno. Vi los cielos abiertos, finalizado el martirio. Le deseé buen provecho a mi inoportuno acompañante y, cuchillo y tenedor en mano, me dispuse a dar cuenta de la magra película de huevo. Aún no había llevado a la boca el trozo inicial de tortilla, cuando escuché la voz insistente del hombre, llamándome.
Incómodo, giré la cabeza hacia él. Y todo cambió en un instante. De su mochila, el señor extrajo una olorosa flauta de pan, la partió en dos y me tendió solícito una de las mitades, de cuyo extremo roto, crujiente, se desbordaba el migajón. Me sentí pequeñito, insignificante, ante aquella alma grande. Un vueltabajero de pura cepa.
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