El asalto a convoyes: táctica esencial del Ejército Libertador
Durante la Guerra de los Diez Años (1868–1878), el Ejército Libertador de Cuba consolidó un modelo militar profundamente enraizado en las realidades del entorno: inferioridad de recursos, geografía difícil y apoyo popular rural. En ese contexto, el asalto a convoyes y columnas españolas emergió como una de las estrategias más efectivas para debilitar la capacidad operativa del ejército colonial. Esta táctica —basada en emboscadas rápidas, desgaste moral, interdicción de suministros y captura de recursos— fue parte de una doctrina mayor: la guerra irregular concebida desde la manigua, donde el ingenio mambí suplía la desventaja material con planificación y audacia.
Esta forma de combate no era inédita. En América Latina, la táctica de interceptar convoyes españoles fue utilizada durante las guerras de independencia en Venezuela, Colombia, Perú y la República Dominicana, donde las guerrillas patriotas golpeaban las líneas de abastecimiento para prolongar su resistencia. En la Guerra de Restauración Dominicana (1863—1865), los patriotas locales emplearon emboscadas contra los movimientos logísticos del ejército español, experiencia que influyó directamente en los métodos de los mambises cubanos.
En Cuba, esta estrategia fue perfeccionada por líderes como el mayor general Vicente García González, quien se destacó como uno de los estrategas más brillantes de la guerra irregular. Apodado por los propios españoles como «Rey de los Convoyes», García dominaba el arte de anticiparse al enemigo: seleccionaba con precisión los puntos más vulnerables, ejecutaba asaltos sorpresivos y se replegaba con velocidad, llevando consigo armas, pertrechos y moral victoriosa. Sus acciones entre abril y mayo de 1869 —en La Horqueta, Maniabón, Paso de la Cana, Vázquez y Becerra— son ejemplo de una ofensiva escalonada, perfectamente orquestada, que desmembró la columna enemiga procedente de Manatí antes de que pudiera llegar a Las Tunas.
Los asaltos liderados por García no fueron improvisados. Junto a él, jefes como Julio Grave de Peralta, Donato Mármol y el general en jefe Manuel de Quesada coordinaron una campaña de hostigamiento sucesivo que combinó combate cuerpo a cuerpo, captura de recursos y desarticulación logística. En Diego Felipe, por ejemplo, los mambises provocaron severas bajas, obligando a la columna española a refugiarse en Río Blanco, donde posteriormente capturaron a 134 prisioneros, incluyendo oficiales. En Becerra, una fuerza adelantada de apenas 40 hombres dispersó a más de 200 soldados enemigos, arrebatándoles cuatro carretas de suministros. La acción combinó sorpresa, carga al machete y retirada efectiva, asegurando el botín mediante una operación posterior ejecutada por el general Francisco Muñoz Rubalcava.
Pero detrás del filo del machete también operaba otra arma decisiva: la inteligencia insurgente. García entendía que la guerra irregular no se sostenía solo en la agilidad táctica, sino también en la información precisa. En este marco destaca la figura de Charles Filiberto Peiso, conocido como Aristipo: un agente clandestino infiltrado como secretario del comandante español en Las Tunas, desde donde enviaba informes al Estado Mayor cubano sobre movimientos de tropas, horarios de convoyes y vulnerabilidades defensivas. Su papel fue crucial durante la toma e incendio de Las Tunas en 1876, facilitada por planos secretos entregados por su esposa Iria Mayo.
Este sistema de inteligencia fue complementado por una eficiente contrainteligencia mambisa, que protegía los planes de emboscada, detectaba infiltrados y garantizaba que cada ataque estuviera sustentado no solo en la fuerza, sino en la previsión. García desarrolló así un modelo integral, donde la emboscada, el repliegue, el aseguramiento del botín y el silencio estratégico se combinaban como fases de una misma operación.
El ejército español, ante esta amenaza constante, intentó adaptar su doctrina militar. Bajo el mando de Valeriano Weyler, se diseñó un sistema de protección de convoyes compuesto por exploradores, flanqueadores, artillería en vanguardia y retaguardia reforzada.
Sin embargo, estas medidas apenas mitigaron los efectos de una táctica ya refinada por los insurgentes. La movilidad, el conocimiento del terreno y la integración con la población civil seguían dándole al Ejército Libertador una ventaja insuperable.
En términos políticos y simbólicos, el éxito de los asaltos a convoyes fortalecía la idea de una guerra viable, sustentada en la astucia nacional y la voluntad de lucha. Cada columna interceptada era no solo una victoria operativa, sino un mensaje al país: el enemigo no era invulnerable. El machete y la emboscada representaban la soberanía en movimiento, ejecutada por campesinos devenidos soldados que desafiaban el poder imperial con dignidad, inteligencia y coraje.
El legado de estas operaciones trasciende el siglo XIX. El pensamiento militar cubano, influido por líderes como Vicente García, sentó las bases para futuras doctrinas de defensa: basadas en la anticipación, el trabajo en red, la ética del combate justo y la defensa popular del territorio. La historia confirmaría más tarde que la independencia cubana se forjó tanto con fusiles como con decisiones tácticas firmes, ejecutadas con visión colectiva desde la manigua.
Bibliografía
Alcázar, A. (2011). La Guerra de los Diez Años: La primera guerra de Cuba (1868-1878). CreatespaceIndependent Publishing Platform.
Marrero, V. M. (1992). Vicente García: Leyenda y realidad. Editorial de Ciencias Sociales.
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