De regreso en Nueva York

Por María Luisa García Moreno
08 de Agosto de 2022

Ilustración: Luis Bestard Cruz

Expulsado de Venezuela,1 llegó Martí el 10 de agosto de 1881 a Nueva York, la cosmopolita urbe donde reanudaría a partir de entonces su vida de patriota y desterrado, y se radicaría hasta 1895. Serían casi quince años por los que luego podría afirmar: “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas […]”.2 Esa larga permanencia en Estados Unidos, le permitiría calar en la esencia rapaz y feroz de aquella sociedad que transitaba hacia la fase imperialista de su sistema político.

 

Aunque se hallaba un tanto desalentado por el revés sufrido en Venezuela, se creció y continuó su ardua labor de periodista. Gracias a su amistad con Fausto Teodoro Aldrey, pudo continuar enviando sus crónicas a La Opinión Nacional, de Caracas, que se publicarían firmadas con el seudónimo M. de Z. Por sus textos desfilaban interesantes sucesos de la vida neoyorkina o internacional, como el atentado al presidente norteamericano James A. Garfield (1831-1881) y el juicio contra su asesino; la muerte del ensayista y poeta estadounidense Ralph W. Emerson (1803-1882), el científico británico Charles Darwin (1809-1882) y el filósofo alemán Karl Marx (1818-1883).  El interés suscitado por sus crónicas —pronto se supo el nombre del autor— hizo crecer su prestigio como periodista. Por entonces, era solicitado ya por varias importantes publicaciones. A partir de septiembre de 1882 se convirtió en colaborador del importante diario La Nación, de Buenos Aires;3 sus páginas llegarían a la prensa de Bogotá, México, Montevideo, La Habana... y, por supuesto, Nueva York.

 

Encontró trabajo como traductor en la Casa Editorial Appleton, como oficinista, como tenedor de libros. Sin dejar de cumplir sus múltiples compromisos con la prensa, dedicaba buena parte de sus noches a organizar los poemas que, en Venezuela, le había dictado la nostalgia por el hijo amado. Sufragó la edición del Ismaelillo, verdadera joya de la literatura hispanoamericana, que se negaba a vender y publicó “[…] para regalarlo a aquellos que me aman, en nombre de mi hijo […]”.4

 

En julio de 1882, en medio de un crudísimo invierno, regresaron junto a él Carmen y Pepito, su “príncipe enano”; para ellos había dispuesto una casita en Brooklyn. El 13 de junio de 1883, gracias al pago recibido por la traducción de un libro, pudo traer hasta Nueva York a don Mariano, quien permaneció junto a ellos durante todo un año; en ese tiempo, padre e hijo estrecharon su relación y se comprendieron mejor. El viejo estaba enfermo y achacoso; aún pensaba que Pepe debía atender más al bienestar de los suyos,  pero no podía dejar de admirar a aquel infatigable trabajador entregado a sus múltiples quehaceres y a sus ideales de independencia patria.

 

En cuanto a la relación matrimonial, a la alegría de los primeros momentos pronto sucederían las discrepancias de siempre. Carmen no pudo nunca entender al esposo, “[…] arrebatado con ‘fanatismo incomprensible’ por el amor a la patria”.5 Aunque tenía asegurado un futuro promisorio, Cuba era una herida abierta en su corazón; por ella y en ella estaban centrados sus más caros anhelos. Pronto, don Mariano regresó a Cuba y muy poco después, una vez más, Carmen lo abandonó y le arrebató la presencia del hijo.

 

Solo en la labor patriótica hallaría consuelo. Como presidente del Comité Revolucionario de Nueva York, en 1882, Martí había escrito a los mayores generales Máximo Gómez y Antonio Maceo, quienes confirmaron su disposición de empuñar el machete, aunque no estaban convencidos de que fuera el momento oportuno. Sin embargo, cuando el 30 de marzo de 1884, Gómez y Maceo redactaron el Programa de San Pedro de Sula —Plan Gómez-Maceo—, el cual pretendía el logro de la unidad de todas las fuerzas revolucionarias y una dirección político-militar única, no tuvieron muy en cuenta a Martí, aquel civil que nunca había combatido.

 

El 2 de octubre de ese año, en el modesto hotel Griffou, en Nueva York, se vieron por primera vez los tres grandes: los dos caudillos de la Guerra Grande y José Martí. A propósito del viaje que realizarían juntos Martí y Maceo a México, el día 18, en un nuevo encuentro, expresó Gómez las duras palabras que provocarían la separación de José Martí del plan lidereado por ambos jefes —“Vea, Martí, limítese a lo que digan sus instrucciones, y en lo demás, el general Maceo hará lo que deba hacer”—.6 Los dos guerreros no habían comprendido aún la talla humana y la visión estratégica de Martí, quien se marchó disgustado y dos días después dirigió a Gómez una severísima carta, en la que exponía con firmeza sus criterios y su decisión de apartarse de este empeño. Las palabras de Martí hirieron de manera profunda a Gómez.

 

Por su parte, Gómez y Maceo continuaron sus gestiones, aunque el entusiasmo de las emigraciones se enfrió, en parte a causa de los procedimientos empleados, pero también porque faltaba el agitador por excelencia.

 

Fueron estos primeros años de la década del ochenta del siglo XIX difíciles para Martí; al fracaso en Venezuela y el abandono de la esposa, se sumó su marginación del empeño libertario. Sin embargo, nunca dejó de seguirle el pulso a la situación y, en 1887, hizo uso de la palabra en la conmemoración del 10 de Octubre; ese discurso marcó el final de su alejamiento y el reinicio de su labor en pro de la independencia patria.

 

Referencias:

 

  1. Véase en esta página web, María Luisa García Moreno: “Venezuela y la Revista Venezolana”.
  2. José Martí: “Carta a Manuel Mercado”, 18 de mayo de 1895, en Obras completas, t. 4, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2007, p. 168.
  3. Véase en esta página web, María Luisa García Moreno: “Primera crónica para La Nación”.
  4. Cit. por Herminio Almendros: Nuestro Martí, Pueblo y Educación, La Habana, 1996, p. 50.
  5. Herminio Almendros: Ob. cit., p. 53.
  6. Ibidem, p. 53.