Las razones verdaderas de la causa de Cuba

Eusebio Leal Spengler
26 de Noviembre de 2021

El doctor Eusebio Leal Spengler recuerda a los 8 estudiantes de medicina injustamente asesinados el 27 de noviembre de 1871, en la acera del Louvre. Fuente: Tomado del sitio Eusebio Leal Spengler

Para recordar a los 8 estudiantes de medicina injustamente asesinados el 27 de noviembre de 1871, reproducimos fragmentos de la intervención realizada en 2011 por el doctor Eusebio Leal Spengler, para condenar este crimen.

 

Queridos miembros de la Asociación Canaria de Cuba, queridos compañeros de la Oficina del Historiador de la Ciudad, del hotel Inglaterra, amigas y amigos, paseantes que se detienen a escuchar el por qué de este acto: el noviembre 27, 2011.

 

Un día como hoy del año 1937, mi predecesor, el Dr. Emilio Roig de Leuchsenring, Historiador de la Ciudad de La Habana, quiso honrar, con el develamiento de la tarja de bronce que aún permanece aquí, la memoria de Nicolás Estévanez y Murphy, un oficial del Ejército español que en esta acera del Louvre, el 27 de noviembre de 1871, protagonizó un acto de protesta contra la injusticia cometida con los jóvenes estudiantes de Medicina que acababan de ser fusilados.

(…)

Hay dos figuras importantes del 27 de noviembre, Nicolás Estévanez y el defensor de los jóvenes, Federico Capdevila, que nos permiten trazar la diferencia entre el carácter noble, generoso y grande de la nación española, y lo que no podemos olvidar nunca: la barbarie de la reacción anticubana, nacida también del mismo vientre y en la misma época, y que se ensañó en Cuba con crueldad ilimitada el 27 de noviembre, al llevar a un juicio injusto, por una causa falsa, a 8 estudiantes de Medicina que fueron fusilados más o menos a esta hora, de dos en dos, en aquella pared.

 

Antes se produjo un desfile de los que iban a ser fusilados, desde la capilla de la cárcel donde permanecieron las horas previas a su injusta ejecución ―se conservan la capilla y las últimas celdas de la cárcel― hasta el paredón. Consumado el acto sobre aquellos muros transformados improvisadamente en paredón, los jóvenes se convirtieron no solamente en las víctimas de aquel acto brutal, sino también en inerme blanco del desprecio, escarnio y burla de los que en ese momento luchaban implacablemente contra las legítimas aspiraciones del pueblo cubano.

 

Hay una película muy reciente que ustedes deben ver, El ojo del canario, de Fernando Pérez, en la cual se revela la violencia de aquellos momentos y cómo surgen las figuras que se oponen, y son perseguidas y aplastadas, como lo fue Nicolás Estévanez. Su acto se resume simbólicamente en el hecho de que al salir a la calle y conocer que finalmente se había cumplido un fallo brutal que no estaba previsto ni siquiera en el Código Penal, rompió su espada, quitose los atributos militares y jamás se avergonzó de lo que había hecho. Posteriormente, cuando fue un anciano venerable, ministro de la primera República española, declaró que jamás olvidaría el baldón, la mancha imborrable que aquella masa reaccionaria, violenta, había lanzado como una afrenta al nombre del pueblo español.

 

Otro español noble, el capitán Federico Capdevila, defensor de los estudiantes del 71, recibió del pueblo cubano el tributo merecido en la tumba del cementerio de Colón. Allí, junto a los estudiantes, hay otras dos personas enterradas: el catedrático de Disección Domingo Fernández Cubas, quien al tomársele declaración afirmó la inocencia de sus alumnos y quedó detenido con ellos, y el capitán Federico Capdevilla, que defendió valientemente a los estudiantes, y a quien el pueblo de Cuba regaló una espada de oro en memoria de su valiente defensa.

 

Aquellos estudiantes son el símbolo de nuestra juventud, de su consecuencia, de su fortaleza de espíritu. Fueron inocentes en verdad de un crimen abominable: profanar una tumba, pero no lo fueron de su cubanía. Pudieron haberse arrepentido públicamente, como se les pidió; pudieron haber escrito una carta humilde y suplicante para rogar que no se consumase una pena; pudieron reconocer, inclusive, que habían cometido el delito en un acto de locura, en un acto de pasión juvenil; nada de eso hicieron. Asistieron a la muerte con serenidad, entre ellos el más joven, que ni siquiera estaba en La Habana el día de los sucesos ―se encontraba en Matanzas―, y fue además juzgado sin tener la mayoría de edad jurídica, de acuerdo con la ley española, para ser pasado por las armas.

 

Por eso el 27 de noviembre no es día de fiesta, ni de rumba, ni de escuchar conciertos, porque hay días para todas las cosas. Es día de inclinar la frente ante aquel muro, de colocar flores con humildad y decirles: gracias a ustedes, jóvenes, muchos de los cuales pertenecían a las clases más altas y beneficiadas. Se dio el caso paradójico de uno de los estudiantes, el más joven, Alonso Álvarez de la Campa, cuyo padre, un rico español propietario de un negocio que estaba exactamente en la esquina, había regalado él mismo los fusiles para el batallón de Voluntarios, y suplicó, tocó todas las puertas, se humilló, lloró por el hijo, y allí en la reja de la prisión un voluntario, un estúpido, una miserable e incalificable criatura, le dijo: “Ay, Alonsito, ni los millones de tu padre te han de valer para que no te vuelen los sesos”.

 

En un maravilloso estudio sobre aquellos acontecimientos, Carlos Rafael Rodríguez, ilustre pensador y revolucionario cubano, analizaba las contradicciones que se pusieron de manifiesto entre los Voluntarios ―que representaban lo más bajo de la emigración, en su mayoría analfabetos, asalariados en los almacenes por una paga miserable que los ponía a merced de los propietarios―, y sus oficiales, casi todos hombres de capital, hombres poderosos, hombres que tenían conocimientos. El oficial que debió mandar al pelotón de fusilamiento era un hombre que tenía cultura, por eso quiso el día antes de la ejecución, acudir a la celda donde esperaban los estudiantes. Según escribe, los encontró transfigurados, sublimados ante la idea de la muerte, poseídos ya de esa tristeza y nostalgia que en plena juventud supone el abandono voluntario de la vida. Le entregaron cartas para sus padres, para sus novias, se quitaron leontinas, yugos, relojes y los enviaron como recuerdos.

 

El historiador integrista Justo Zaragoza, secretario del Gobierno Político de La Habana y oficial de Voluntarios, en libro publicado dos años después de los sucesos, afirmaría que los jóvenes fusilados eran: “más responsables de su alucinación política que criminales”. Esta acusación quizás resuelve el tema que tratamos, quizás nos explique por qué, con una conciencia plena o no, los estudiantes que frecuentaban habitualmente esta acera, para pasear, para jugar, para enamorar, fueron objeto del desprecio de la reacción, que consideraba a la Acera del Louvre, como a la Universidad de La Habana, “un criadero de víboras”. Por eso los sucesos del 27 de noviembre fueron un acto de escarmiento, de venganza.

 

José Martí, que se encontraba en España ya padeciendo el exilio, el destierro de Cuba, después de haber sufrido en la misma cárcel, haber llevado los mismos grillos, sintió el dolor inmenso de aquel suceso. Por eso su poema, que nunca podremos olvidar: “¡Cadáveres amados, los que un día / Ensueños fuisteis de la patria mía!”, y su clamor enardecido porque lancen sobre su frente ―sobre nuestra frente―, el polvo de sus huesos carcomidos; reclama que vaguen eternamente junto a nosotros, que estén junto a nosotros para que jamás olvidemos este día y comprendamos las raíces profundas, las razones verdaderas de la causa de Cuba, que fue su causa.

 

Nuestra gratitud a Estévanez, nuestra gratitud a Capdevila, nuestra gratitud a todos los españoles, monárquicos o republicanos, que repudiaron el acto cruel, que se solidarizaron con Cuba, que fueron internacionalistas en el Ejército Libertador; a los que hoy también, en España o en cualquier parte del mundo, defienden a Cuba.

 

(…)

 

Muchas gracias.

 

Tomado de: sitio oficial de Eusebio Leal Spengler