Fidel sigue ganando batallas

Por:Yunet López Ricardo
12 de Agosto de 2025

Fidel tenía perfil griego y brazo fuerte, inteligencia excepcional y liderazgo irrebatible. Archivo Ocean Sur.

 

Tenía perfil griego y brazo fuerte, inteligencia excepcional y liderazgo irrebatible. Fue bautizado en la poesía como «fidelísimo retoño martiano», inspiró los cantos de los trovadores, las sinfonías de los pianos, y el pincel de los artistas que eternizaron sus manos con blancura de palomas.

 

Él estaba en todo, era mucho más que la silueta en un libro, que un tropel de palabras encendidas en un discurso, vibraba su presencia hasta en el flamear de las banderas, recorría los caminos y las ciudades, entraba a las casas, era amigo de los obreros, acompañaba en su suerte a los pescadores, escuchaba la sabiduría de los campesinos, y nacía de allí, del «rincón del día en que miró su tierra y dijo: soy la tierra, en que miró su pueblo y dijo: soy el pueblo; y su corazón, el único que tuvo, lo daba de comer, de beber, de encender»; como escribió el poeta argentino Juan Gelman.

 

No había piel que no lo sintiera, su atorbellinada cercanía helaba las manos, prendía los ojos, removía lo profundo de los pechos. ¡Fidel!, lo aclamaban, y hasta sin nombrarlo la gente sabía que estaba, que construía, que echaba hacia adelante el país, como un Gigante con una isla aferrada a su espalda, una luz colmando cada grieta de su tierra, una montaña tan alta que podía verse desde cualquier parte, irguiéndose, verde e impetuosa, sobre un horizonte de niños felices, de viejos con fusiles alertas, de sueños intranquilos.

 

Los escoltas lo seguían por los más intrincados caminos, allá donde conversaba horas con los suyos, les oía sus desgracias a los carboneros, sus preocupaciones a las mujeres, visitaba las escuelas, los hospitales, y podía, tranquilamente, saborear el café recién colado que una mano noble y guajira le extendía sin miramientos. Se marchaba y quedaba su huella, su carisma, sus compromisos, hasta que regresaba otra vez para ver cuánto se había avanzado desde entonces.

 

No tenía horarios ni vacaciones. Las taquígrafas, que en el Palacio de la Revolución se esforzaban por atrapar sus palabras en el aire y estamparlas en el papel, no sabían si estaba saliendo u ocultándose el Sol, en su despacho las gruesas cortinas detenían los rayos y el tiempo, él no tomaba descansos, y hasta que el trabajo no estuviese terminado, no cesaba de generar ideas y pulirlas como un experto orfebre.

 

Contó su amigo el escritor Gabriel García Márquez que su auto de entonces, un Mercedes de color negro, se escurría por las avenidas a altas horas de la noche, y había allí una luz que le ayudaba a leer durante el viaje. Salía y muchas veces no iba para su casa, era habitual que visitara una obra en construcción, sostuviera un encuentro diplomático, incluso que llamase para pedir un dato y hasta que volviera a continuar sus faenas porque él, que estaba en guerra contra el tiempo, debía aprovechar al máximo cada minuto, cumplir la mayor cantidad de anhelos, levantar la mayor cantidad de obras, concretar la mayor cantidad de ideas antes del último suspiro. Era evidente, una vida no le alcanzaba.

 

Y así vivió, hasta que dejó de ser hombre y se volvió parte del alma de Cuba, soplo fresco, fuerza poderosa para hoy. No hacen falta estatuas ni alegatos, basta ver cómo la gente alza la cabeza cuando lo mencionan, como si en ese instante, por un segundo, Fidel volviese a caminar entre ellos.

 

No hay bronce esculpido ni altar iluminado que ofrezca la calidez de un recuerdo guardado con cariño, esa visión que tuvo alguien una vez de él cortando caña entre el sudor de su camisa y el tizne de sus guantes, de Fidel atravesando los ríos en un jeep aún cuando el agua amenazaba con cubrir las ruedas, de Fidel con el brazo levantado llamando al combate, de aquel Comandante rodeado de pueblo como en medio de un mar de manos extendidas, voces susurrantes, confianza viva, palpable; y él allí, siendo el árbol firme donde todos se apoyaban.

 

Cumpliría 99 años este 13 de agosto el niño que la comadrona Isidra Tamayo recibió una madrugada, el guerrillero incansable, el eterno caminante que dejó destello de cometa por donde quiera que pasó, ese que aún respira, y funda, y crea, y convoca, porque su destino, como él mismo dijo una vez, sería como el del Cid Campeador, que ya muerto lo llevaban a caballo ganando batallas.