Los soldados no van al destierro (Primera Parte)
Agosto de 1762 sofocaba La Habana con un calor húmedo que olía a pólvora y salitre. Desde las murallas del Castillo de los Tres Reyes del Morro, el soldado Carlos Téllez observaba cómo los navíos ingleses tejían un collar de acero alrededor de la bahía.
"Los soldados no van al destierro", masculló recordando las palabras de su padre, capitán de la Armada de Barlovento muerto en Cartagena. ¿A dónde vamos entonces?, se preguntó. ¿Al matadero disfrazado de gloria? El Morro —ese coloso de piedra que dormitaba sobre el mar— se estremecía bajo los cañonazos. Sus muros, abiertos por las brechas, eran ahora heridas que sangraban arena y caliche. La puerta principal, astillada, revelaba un camino hacia el mar que todos sabían no era salvo.
En la ciudad, los naranjos de la Plaza de Armas —otrora alfombra de flores blancas que perfumaban las tertulias— yacían carbonizados. "Adiós naranjos en flor, hierba buena", susurraba Carlos, mientras el viento traía ecos de la última verbena antes del sitio.
Recordó a Ermeides, su hermana, bailando con un abanico de marfil. "Se dice que el amor es inútil como un reloj de sol", le había escrito en su última carta. Ahora entendía el aforismo: el amor no detenía balas ni apaciguaba el hambre. Era un lujo de tiempos rotos.
En las catacumbas del castillo,el fraile mercedario Mateo blandía su crucifijo como un arma. "¡Mi Dios descabezaba ídolos!", gritaba a los soldados heridos que gemían en la penumbra. Su verbo era filoso: hablaba de herejes anglicanos y de la Virgen de Regla que hundiría la flota enemiga. Pero Carlos veía la verdad en los ojos del fraile: era miedo disfrazado de fanatismo. ¿Qué dios permitía esto?, reflexionaba. ¿Uno que observa desde el cielo cómo mezclamos el "rancio olor de los sudores y la sangre" con la sal de nuestro mar? En los jardines de las mansiones de La Punta —ahora "jardines muertos"— los cadáveres insepultos fermentaban bajo el sol caribeño. La paz era solo un eufemismo para la podredumbre.
Carlos dibujaba en su libreta desgastada: corceles altivos, bergantines con velas desplegadas, Ermeides sonriendo. "Yo dibujé corceles altivos / pero no tuve un rocín para las armas". La ironía le quemaba. Hijo de un capitán arruinado, se había alistado para honor, pero solo tenía "estos pies en el fango" de las trincheras. Su único tesoro era una máscara de carey que su madre —una mulata libre— usaba en los carnavales. Un símbolo de cuando La Habana era suya, no un botín entre imperios.
La noche del 30 de julio, una explosión colosal sacudió el Morro. Los ingleses habían volado una mina. Carlos despertó enterrado hasta el pecho, la pierna izquierda destrozada. A su lado, el joven Diego —un esclavo alistado a la fuerza— tosía sangre. "¿Qué haré sin una ofrenda?", pensó Carlos con pánico metafísico. Si muero aquí, ¿quién recordará que existí? Diego le tendió un fragmento de jade con forma de taíno. "Mi abuela decía que Chicuelo protege a los que no tienen dioses", sonrió débilmente. Carlos lo tomó: era la primera ofrenda verdadera que recibía. "¿Qué haré cuando el azar juzgue el último latido?", interrogó al jade. El azar, comprendió, era la única divinidad en la guerra: ciega, democrática en su crueldad.
Fray Mateo apareció entre escombros, su crucifijo torcido. "¡La arenga nos levanta, hijos!", voceó, pero su mirada era de derrota. Carlos vio la verdad: las arengas eran narcóticos para los condenados. Mientras, en La Habana, las ventanas de las casas se cerraban una a una. No por miedo a los cañones, sino a los soldados españoles que saqueaban para sobrevivir. "Las ventanas se cierran cuando los soldados parten". El pueblo entendía: los defensores se habían convertido en una plaga más.
(Continuara…)
Tomado del libro en preparación: “Bitácora del Silencio”, Mitos y leyendas del Castillo de los tres Reyes del Morro, de Osvaldo Morfa Lima
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