Entre cuervos y mariposas

12 de Septiembre de 2025

Guillermo Vidal contempla una mariposa azul sobre la muralla, mientras la ciudad arde tras él. Entre cañones y acuarelas enterradas, el niño-artillero descubre que solo lo frágil perdura. Imagen generada por inteligencia artificial para acompañar la narración histórico-literaria.

 

 

 

Entre mariposas, cañones y traiciones, el relato explora el conflicto entre razón y sensibilidad, arte y guerra, memoria y olvido. Una historia sobre cómo lo frágil —la belleza, la ética, el amor— puede perdurar incluso entre ruinas.

 

La Habana, 1762,érase un niño de doce años que la guerra convirtió en hombre en una noche. Cuando la bala de cañón británica arrancó la cabeza de su padre en la Muralla de La Fuerza, Guillermo Vidal (que soñaba con pintar mariposas para el Real Jardín Botánico) empuñó el botafuego. «Amó a una mariposa», murmuraba mientras dibujaba lepidópteros en los márgenes de las órdenes de batalla. Pero esa madrugada de agosto, bajo la lluvia de metralla, trocó los colores del arcoíris por el negro plumaje de los cuervos: la razón militar. Enterró sus acuarelas bajo un naranjo y juró secar su alma al viento salitroso de la bahía. «El precio de la risa aumenta en las mañanas», le dijo al capitán español que lo reclutó. Ya nunca volvería a reír.

 

Guillermo se volvió indispensable en el Morro. Traducía órdenes, calculaba trayectorias de proyectiles, «trocó palabras por razones». Mientras los hombres morían de disentería, él convertía poesía en ecuaciones: «Puso a secar a la intemperie» sus versos sobre mariposas esmeralda. Una tarde, encontró al gobernador Juan de Prado observando sus croquis de fortificaciones. «¿Dónde aprendiste geometría, muchacho?», preguntó el hombre que traicionaría Cuba. Guillermo señaló sus dibujos de alas: «La mariposa enseña más que Euclides». Prado rió: «Aquí solo importan los cuervos». Le ofreció un puesto como escribano. Guillermo aceptó. Al doblar la esquina, vomitó. Había cruzado el punto medio entre cuervos y mariposas.

 

En la oscuridad del Morro minado, Guillermo conoció a Rosaura, una bordadora que transformaba uniformes rotos en tapices con flores. Ella era su mariposa humana: enseñaba a leer a los esclavos negros, escondía niños en sótanos, «deslumbrada por el negro plumaje de los cuervos» solo como estrategia. «Los ingleses prometen libertad a los esclavos», le confió. Tomás quemó su informe sobre ella. Pero cuando los cañones británicos abrieron brechas el 30 de julio, Rosaura corrió hacia los heridos con una bandera blanca. Un francotirador español la derribó. Al caer, de su delantal escaparon papeles: eran copias de planos del Morro que pasaba a los ingleses. ¿Razón o traición?, Guillermo nunca supo. Sólo recogió un hilo azul de su pelo.

 

  Tras la rendición, Guillermo caminó entre ruinas. Buscó sus acuarelas bajo el naranjo: solo encontró lodo y un ala de mariposa carbonizada. En la Plaza de Armas, los británicos subastaban bibliotecas saqueadas. Un oficial le ofreció un libro: «Metamorfosis» de Ovidio. «Pero sucede que la razón / es un punto medio...», leyó en latín. De pronto, vio a Prado abrazando al almirante inglés Pocock. El traidor cambiaba banderas por un salvoconducto. Guillermo estrujó el libro. ¿Yo no soy igual?, pensó. Había secado su alma al sol de la guerra y ahora era pergamino vacío.

 

El único «precio de la risa» era la traición a sí mismo.

  Cincuenta años después, Don Guillermo Vidal y Arechavaleta (ilustre matemático de la Corte de Carlos IV) regresó a La Habana. En su maleta: condecoraciones y el hilo azul de Isabel. Buscó el naranjo; ahora era una sombra en el patio de la Universidad. «Un niño frente a su vejez», murmuró. Sacó un objeto envuelto: el libro de Ovidio robado en 1762. Al abrirlo, cientos de alas secas cayeron al suelo —mariposas disecadas que coleccionó toda su vida—. «Con el tiempo roto en las espaldas», sintió el peso de sus elecciones: había sido cuervo entre mariposas, mariposa entre cuervos.

 

De pronto, un estudiante mulato lo interrumpió: «¿Es usted el traductor de Newton, señor?». Guillermo asintió. El joven extendió un dibujo: una mariposa geometrizada, fusión perfecta de arte y ciencia. «Mi abuela me enseñó. Decía que un niño-artillero la dibujó durante el sitio». Tomás tocó el papel. ¿Rosaura? No preguntó. Rompió sus condecoraciones sobre el dibujo. «Toma —dijo—. El verdadero teorema es este: solo lo frágil perdura».

 

Antes de marcharse, clavó en el naranjo el hilo azul. Vio cómo la brisa lo elevaba —al fin una mariposa libre— sobre los techos de una Habana que, como él, sobrevivió a todas las traiciones.

 

Fuente

Tomado del libro en preparación: “Bitácora del Silencio”, Mitos y leyendas del Castillo de los tres reyes del Morro, de Osvaldo Morfa Lima.

 

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