El paraíso perdido (II)
Cuando mi hermano y yo, en la adolescencia, comenzamos a alejarnos de casa por becas o escuelas al campo, abuela pedía por nosotros y dedicaba ofrendas y asistencias en nuestro nombre. Y aunque resultaban poco frecuentes —contadísimos—, también nos preparaba baños perfumados de romerillo, que mi hermano y yo rechazábamos de inicio, pero a los cuales terminábamos accediendo tras la insistencia dulce de abuela, quien, logrado su objetivo, animaba al recién salido del baño: «¿Viste que no era para tanto?».
Muy de tiempo en tiempo, abuela se consultaba con espiritistas que le proponían conocidos. Cierta vez, regresó de una de esas consultas y dijo que el médium —un hombre— había sugerido, entre diversas recomendaciones, que evitase mantener enchufados varios equipos a un mismo tomacorriente. Entonces yo estudiaba ingeniería eléctrica, y respondí que eso se lo podía haber explicado cualquiera sin necesidad de contactar a espíritu alguno. Abuela, seria como nunca, me miró fijo, apretó los labios, y estalló en una carcajada.
A nuestra puerta tocaban seguido adeptos a una tendencia religiosa que pretendían captar a abuela para su fe. Ella siempre escuchaba pacientemente sus charlas —en ocasiones, extensas—. Lo hacía por consideración al prójimo, por respeto a personas que, en su tiempo libre y con la mejor intención del mundo, procuraban salvar un alma. Pero todo tiene límite.
Un mediodía, abuela se esmeraba en los trajines del almuerzo de cuatro de sus nietos —en plena edad de la peseta—, tras recogernos a la salida de la escuela primaria, y poco antes de regresarnos allí para la sesión de la tarde, cuando escuchamos el sonido inconfundible de la aldaba. Abuela abrió la puerta con el delantal puesto y un paño de cocina en las manos, y se halló frente a las sonrisas beatíficas de tres de los asiduos apóstoles.
En aquella época sin internet ni teléfonos inteligentes, había que ser creativo. Luego del saludo habitual, los religiosos mostraron un dibujo a abuela —casita campestre, árboles frutales, pasto verde, cielo azul, sol amarillo…, ese tipo de cosas—: un paisaje torpe y desangelado que, según ellos, representaba el Edén. Abuela preguntó:
- ¿Y ese es el paraíso?
- Sí, señora.
- Pues está cabrón. Yo ahí no quiero ir.
Aquel día, el apostolado nos eliminó de su itinerario habitual. Temporalmente. Meses después, se renovaron los apóstoles y recibimos visitas de nuevo.
Muchos años más tarde, falleció abuelo. Concluidos funeral y entierro, abuela, en medio de su dolor, reunió a sus tres hijos —mamá, tía y tío— y convocó a los mayores de sus siete nietos —mi hermano y yo—, a fin de que la acompañáramos a dos misas que debían realizarse para que el ánima de abuelo se elevara e iluminase. El proceso consistía —usando la jerga económica de moda—en un encadenamiento místico entre una Iglesia institucional y nuevos actores religiosos —sincréticos—. Se trataba de una ceremonia católica oficiada en la Basílica Menor y Santuario Diocesano de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, en Manrique y Salud, Centro Habana; y de otro rito, espiritista, pactado con una médium en cierto lugar de cuyo nombre no quiero acordarme—como dijera el célebre manco—. Todos accedimos. Por abuela y por abuelo.
Resultó una aventura que nos mantuvode asombro en asombro.
Pero esa es otra historia.
Tal vez la cuente pronto.
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