Crónicas del asedio (I)
En las horas finales del 30 de julio de 1762, cuando el fuego ya no distinguía muros de carne y las sombras se arrastraban entre las piedras quemadas del Castillo del Morro, Luis Vicente de Velasco seguía de pie, aunque no completamente. Su cuerpo había comenzado a ceder, no por falta de convicción, sino por exceso de ella. Una bala atravesó su pecho como si buscara apagar el último faro de dignidad en la fortaleza.
Nadie oyó un grito. No porque no lo hubiese, sino porque el estruendo de los cañones silenciaba todo gesto humano. Y sin embargo, en medio de la humareda, se oyó su voz. No una súplica, no un lamento, sino una orden. «¡González, la bandera!», dijo, como si la vida le alcanzara para decir solo eso, lo imprescindible.
Ese instante fue más largo que los cincuenta y tres días de resistencia. Porque el tiempo, cuando se llena de propósito, se estira y se convierte en eternidad. González corrió, entendiendo sin entender, que aquel trozo de tela era más que insignia, más que color, más que símbolo. Era el alma misma de una ciudad que no se rendía, incluso cuando caía.
Velasco se apoyó contra el muro, la sangre le bajaba por la comisura de los labios, y en su interior, aún quedaba espacio para un pensamiento que nunca escribiría, pero que alguien debía imaginar, años después, cuando el mármol y los libros no fueran suficientes:
«Si muero aquí, que no sea por gloria, ni por mandato. Que sea porque cada piedra ha merecido su defensa, porque cada rostro en esta ciudad lleva tatuado el derecho a vivir sin vergüenza. Que sea porque amo lo que defiendo».
Lo llevaron a La Habana como quien traslada a un templo caído, y en ese breve lapso antes de la muerte, ingleses y españoles olvidaron la guerra. Durante veinticuatro horas se habló en voz baja. El enemigo se convirtió en testigo. El héroe, en silencio.
Murió sin ceremonia, pero con historia. No dejó manuscritos, ni proclamas, ni cuadros. Solo un eco en las piedras del Morro, que aún hoy —cuando la marea sube y nadie mira— repite su nombre como una contraseña antigua que abre las puertas de la memoria.
Tomado del libro en preparación: “Bitácora del Silencio”, Mitos y leyendas del Castillo de los tres reyes del Morro, de Osvaldo Morfa Lima.
Nota: Luis Vicente Velasco de Isla. Marino y comandante de la Armada Real española. A lo largo de su carrera militar destacó por su valentía y destreza al mando de varios buques del Rey de España. Alcanzó su mayor gloria defendiendo La Habana de la invasión inglesa de 1762. (ECURED)
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