Ay, yo me voy a Pinar del Río (II)
Era verano. Mediodía. Una ruta de ómnibus intermunicipal cubierta por esas «guagüitas» escolares antes llamadas «aspirinas» –con sus sillas plásticas, incómodas, «ortopédicas»–. No cabía un alpiste. Los asientos ocupados y un montón de gente de pie, unos encima de otros asándose de calor. Un militar uniformado de verde olivo —de la gorra a las botas— iba parado entre un calvo con pulóver azul, a su izquierda, y un campesino, a su derecha.
De pronto, en medio del letargo inducido por el agotamiento y la canícula, de aquel vaho denso que dificultaba la respiración, y del meneo incesante a causa de los baches en la carretera, el militar comentó al guajiro que nunca había conocido a un calvo que valiera la pena; según él, todos eran malas personas: como si, junto con el pelo, perdiesen irremediablemente las virtudes. Y aunque lo dijo sin alzar la voz, dio la impresión de que sus palabras llegaban al oído de cada pasajero.
A todos, menos al calvo del pulóver azul, quien, muy serio, tenía la vista clavada fuera de las ventanillas: en el verde, ocre y marrón del paisaje. El militar continuó hablando con el guajiro. Le aseguró que los calvos solían ser mala paga, desagradecidos, chivatos y cornudos.
El campesino sonreía malicioso, pero en silencio, pues intuía —él y todos en la guagua— un gaznatón en el ambiente. Al calvo del pulóver azul se le notaba a punto de bufar como toro de lidia —el semblante tenso, la piel enrojecida—; mas continuaba sordo, sin darse por enterado.
Entonces el militar, que lo vigilaba con el rabillo del ojo, vertió la gota que colmó la copa: dijo que lo peor de los calvos era su condición de malos hijos y cobardes: las gallinas más gallinas sobre la faz de la tierra. Y cuando el del pulóver azul se ladeó dispuesto a golpearlo, el militar, en un alarde de agilidad, se quitó la gorra y expuso su calva rotunda, brillante, cuya aparición transformó el gesto agresor en carcajada y multiplicó la risa en la guagua. Ambos calvos chocaron palmas. El del pulóver azul afirmó: «Verdad que los calvos no sirven».
La respuesta del militar fue inmediata: «Mira si es así, que mi mujer se cuida mucho de serme infiel porque cuando la sorprendo con otro, le reviro los ojos pa’ que aprenda a respetarme». Una anciana sentada al final del ómnibus, no pudo contenerse: «¡¿Habrase visto calvito más porfia’o?!», dijo. Y un nuevo tsunami de hilaridad mitigó el sofoco.
Los pinareños han llegado a casi todas partes. Se les puede hallar en infinidad de lugares sobre el globo terráqueo, y no me extrañaría que ya alguno anduviese explorando La Vía Láctea, e incluso exoplanetas. Imagino a un nacido en Pinar, fascinado desde chico por conocer la nieve, cumpliendo el sueño de llegar allá al polo Norte —el techo del mundo— luego de múltiples esfuerzos y el sacrificio de los ahorros de su vida. Lo supongo abrigadísimo, forrado de arriba abajo, sumergido en la nieve hasta las rodillas, mientras coloca una banderita cubana encima de una base improvisada, para dejar su huella —la nuestra— en ese extremo del planeta. De pronto, el audaz compatriota oye graznidos lejanos, aguza la vista, y descubre las graciosas siluetas de pingüinos.1 Con ojos muy abiertos, exclama: «¡Alabao!».
Nota del autor:
1 - Los pingüinos solo habitan en el hemisferio Sur.
Comentarios
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