Villavicencio: la guerra que ganó su corazón

31 de Agosto de 2025

Orlando Cardoso Villavicencio, un héroe con inmensos valor y ternura. Archivo: Centro del Libro Camagüey.

 

No fueron su fortaleza física ni su resistencia psicológica las que definieron que él sobreviviera 11 años en una prisión de Somalia. Sus músculos acabaron rendidos, su mente vagaba por los confines de la fantasía para no sucumbir, pero el único baluarte que el horror jamás logró franquear, fue el territorio desarmado de su pecho, donde latía un corazón enorme, y en los instantes más difíciles, marcaba la diferencia entre la vida y la muerte.

 

La guerra que impuso el destino Orlando Cardoso Villavicencio fue brutal.  Se trataba de un joven de apenas 20 años, solo, a miles de kilómetros de su tierra, en una celda de dos metros, acechado por el hambre, el desamparo, carencias incontables, lamentos de prisioneros torturados y hasta el mismo aire que, espeso y salitroso, se le adhería a la piel como una segunda capa de humedad y miseria. Cada hora significaba un reto contra la deshumanización, silente forcejeo por no convertirse en un grito más de aquel lugar diseñado para extinguir al hombre.

 

Infinitas fueron las veces que imaginó una caricia de su madre, el abrazo de sus hermanos, aquella muchacha linda que soñó conquistar, el camino a su casa en Camagüey y su casita de tablas de palma y techo de guano; añoraba sobre todo mecer a un hijo en sus brazos, arrullarlo y respirar esa tersa fragancia que solo poseen los recién nacidos; y en medio de esa nube de ilusiones, maldecía otra vez el día fatal en que él, teniente internacionalista cubano, resultó ser el único sobreviviente de una sangrienta emboscada en las cercanías de Harar, y fue llevado al más cruel encierro.

 

Frente a toda la desgracia, como última armadura, persistía su corazón, su inocencia luminosa e irredenta y su obstinada ternura, con la que llenó sus ojos para no ver los monstruos en el rostro de sus carceleros, y a golpes de bondad derribar la barbarie. Mucho había sido el espanto durante más de una década, pero él aún era capaz de conmoverse frente a un gesto cálido.

 

Así sucedió la mañana en que divisó, escondido detrás de una puerta cercana a sus barrotes, una imagen de luz entre la oscuridad: la cabecita de un niño de no más de tres años de edad, hijo de trabajadores de la prisión. Su alegría fue tan grande como el temor del pequeño etíope que por primera vez veía un ser de piel blanca.

 

«No me atreví a moverme. Temí que si me levantaba del piso le inspirara miedo y corriera fuera de mi vista. Algo le impresionó visiblemente: lo llamaba por su nombre, Yin. Sus ojitos, grandes y expresivos los fijó en mi rostro como buscando desesperado mis intenciones. Por un momento pensé que se rompería el hechizo y que correría asustado a refugiarse lejos de mí. ¡Hubiera sido tan agradable aunque fuera tocarle las manitas! (…)».1

 

Al fin se acercó, y él, con mucha delicadeza, le puso los bracitos unidos en el pecho en forma de cesta para que pudiera llevarse unas cuantas de las golosinas que en ese tiempo recibía de Cuba mediante la Cruz Roja Internacional. No había dudas, luego de tan profundas heridas, la nobleza de aquel condenado perduraba, y sobrevivía porque su alma, negada a beber el odio, se mantuvo intacta, limpia, como una hoja de loto flotando sobre el fango.

 

Se aferró, como un náufrago a los remos, a los libros, al conocimiento, a su chica siembra de frijoles primero, y luego de vicarias blancas, violetas, a la fe en que volvería a Cuba, y pensó también en Fidel. «Bajo la influencia de una terrible incomunicación, era fácil, muy fácil, escoger otras sendas. Tres intentos de suicidio dan muestra de mi desesperación. Sin embargo, decidí creer en él, en su amor por un soldado que lo sacrificaba todo en otras tierras del mundo».2

 

Orlando regresó, los aires tropicales de septiembre de 1988 le llenaron los pulmones, el General de Ejército Raúl Castro lo recibió en el aeropuerto, supo después cuánto había hecho el Comandante en Jefe por su retorno, conoció el amor más hondo en la mirada de Niurka, le llegaron los hijos que imaginaba, y escribió su historia en un libro estremecedor: Reto a la soledad.

 

Hoy, en su hogar iluminado por las carcajadas de sus nietos, junto a la familia, sus proyectos literarios y agrícolas, celebra 68 años de edad Villavicencio, el admirado guerrero de cuatro estrellas sobre los hombros, el querido Héroe de la República, quien, cuando la muerte lo cercaba cada día, venció la batalla porque su corazón, enorme y generoso, en medio del horror no supo sentir odio, y se mantuvo intacto, puro, resguardado por esa ternura de niño que solo habita en seres impensables como él.

 

Referencia

1Orlando Cardoso Villavicencio: Reto a la soledad, Casa Editorial Verde Olivo, La Habana, 2014, pp. 186-187.

2 Orlando Cardoso Villavicencio: «Un altruista sin límites», en revista Verde Olivo, La Habana, 16 de diciembre de 2020.

  • «Por lograr el bienestar de su pueblo es capaz de todo. Su generosidad y su preocupación van más allá de las normas establecidas para un dirigente convencional. Fidel es algo especial», así define Villavicencio al Comandante en Jefe. Archivo: Universidad de Ciencias Médicas Villa Clara.

  • El General de Ejército Raúl Castro, junto al Héroe de la República de Cuba Orlando Cardoso Villavicencio. Foto: Ismael Francisco/ Cubadebate.

  • Villavicencio, durante una de las tantas presentaciones de su libro Reto a la soledad. Archivo: 5 de septiembre.

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