Los soldados no van al destierro (Segunda Parte)

24 de Agosto de 2025

Imagen generada con IA.

 

…El 12 de agosto, el Morro cayó. Los ingleses ofrecieron «honrosa rendición». Carlos, cojeando, apoyado en Diego, vio a los oficiales españoles intercambiar banderas por sus maletas. Traición, pensó. Cambian la sangre de los pobres por pasajes a Cádiz. En la explanada, mientras los soldados formaban para la partida, Carlos sintió el peso de la máscara en su morral. «Colgaré las máscaras en el umbral/para caer como el que huye».

 

Avanzó hacia un naranjo seco junto al puente levadizo. Con manos temblorosas, colgó la máscara de carey. No era un adiós, sino un acto de libertad: dejaba atrás su identidad de soldado del Rey, de hijo de capitán, de habanero de sangre mezclada. Caeré, pero como un hombre que mira de frente, juró.

 

Diego lo observó, comprendiendo. «Nada podrá salvarnos», dijo Carlos. «Ni siquiera una profecía». El taíno de jade ardía en su bolsillo. Fray Mateo se acercó, demacrado. «Dios nos castiga por nuestros pecados», farfulló. Carlos estalló: «¡Su dios es un verdugo que habla por boca de los virreyes!». El silencio que siguió fue más elocuente que los cañones.

 

Al embarcar en la goleta inglesa, Carlos miró hacia el Morro herido. De pronto, un grito rasgó el aire: «¡Fuego!». Desde las colinas de La Cabaña, milicianos criollos —campesinos, esclavos huidos, mujeres con machetes— cargaban contra los británicos. ¡Insensatos!, pensó el capitán inglés. Pero Carlos vio la verdad: eran los verdaderos soldados de Cuba. No iban al destierro; defendían su tierra sin banderas ajenas.

 

En ese instante, tomó la decisión. Empujó a fray Mateo hacia la pasarela y saltó al agua, arrastrando a Diego. Nadaron hacia la playa mientras los cañones rugían. Herido, exhausto, Carlos alcanzó la orilla. Diego lo arrastró a los mangles. «¿Por qué?», jadeó el joven. Carlos sacó el jade de Chicuelo. «Porque este es mi reino ahora. Y los soldados...». Una explosión cercana ahogó sus palabras.

 

Diego creyó que había muerto, pero Carlos señaló hacia el Morro. En la torre derruida, ondeaba una bandera desconocida: harapos blancos y azules atados a un palo. La improvisaron los milicianos. Carlos sonrió por primera vez en meses. «Los soldados no van al destierro», murmuró. «Solo los que luchan por nada».

 

Entonces se levantó. Tomó un machete de un miliciano muerto. Su pierna sangraba, su ciudad ardía, pero sus ojos tenían la claridad del que ha encontrado su guerra. «Vamos», dijo a Diego. «La Habana no ha caído».

 

Mientras avanzaban cojeando hacia la refriega, la máscara de carey —olvidada en el naranjo— giraba lentamente en el viento, reflejando el fuego y el mar: un rostro vacío que por fin era libre.

 

Tomado del libro en preparación: «Bitácora del Silencio», Mitos y leyendas del Castillo de los tres Reyes del Morro, de Osvaldo Morfa Lima.

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