A 145 años del viaje de Julián Pérez

Por: María Luisa García Moreno
24 de Febrero de 2022

Aunque desde su llegada a México el 8 de febrero de 1875, Martí se había abierto caminos entre la intelectualidad del país y hacia finales de ese año, era ya conocido y contaba con numerosos amigos quienes respetaban su talento, lo cierto es que, en esa época, el ambiente político mexicano se enrarecía, proceso que se completó cuando en 1876, Porfirio Díaz protagonizó una prolongada serie de acciones militares que acabaron con el derrocamiento del presidente constitucional Sebastián Lerdo.

 

Martí decidió abandonar México; aunque aún no había decidido hacia dónde. Mucho le habían hablado de Guatemala y de las posibilidades de hacer allí una carrera; eso le permitiría sostener la familia que anhelaba formar y, a la vez, continuar ayudando a sus padres; pero en su corazón se producía un desgarramiento cuando pensaba en su patria oprimida.

 

Por otra parte, su familia había decidido regresar a Cuba —a su hermana Antonia se le había detectado también una dolencia cardiaca similar a la que causara la muerte de Ana— y ello le sirvió de pretexto: Pepe viajaría a La Habana a buscarles acomodo y, a su vez, para hacerse, con el padre de Fermín Valdés-Domínguez, de unas cartas de recomendación que le ayudaran en Guatemala.

 

El 2 de enero de 1877, se embarcó en el vapor Ebro con destino a la patria. Como desterrado no podía regresar y, por eso, los documentos estaban expedidos a nombre de Julián Pérez, sus segundos nombre y apellido. A La Habana llegó el día 6 y pasó los controles oficiales sin ser identificado. Llegaba luego de seis años de ausencia y añoranza, lleno de emoción por el reencuentro con la tierra amada; todo le recordaba su infancia, su primera juventud, sus amigos, las calles y plazas en donde había transcurrido su vida… también las injusticias del régimen colonial.

 

Permanecería en Cuba durante 48 días. Enseguida, marchó hacia la casa de los Valdés-Domínguez, donde se fundió en un estrecho abrazo con Fermín. En cuanto pudo, comenzó las gestiones para alojar a sus familiares y conseguir trabajo al padre, y ya en los primeros días de febrero, pudo enviarles el dinero necesario para el traslado. De igual modo, solicitó al padre de Fermín y Eusebio, las cartas que necesitaría y que este podría facilitarle por ser natural de Guatemala.

 

Aún le quedaba por cumplir otra tarea de la cual no había hablado a nadie, quizás ni siquiera se la había confesado a sí mismo: Pepe quería saber sobre la marcha de la guerra.

 

La versión del gobierno colonial daba por muy próximo el final de la contienda con un triunfo para las armas españolas; sin embargo, no era tan así: los insurrectos cosechaban pequeños pero continuos éxitos. A pesar de esas victorias, la falta de unidad, el regionalismo y las indisciplinas amenazaban con dar al traste con tantos años de sacrificio.

 

Convencido —quizás no de modo consciente— de que no había llegado el momento y presionado por sus deberes como hijo, así como por el amor a la que sería su esposa, partió el 24 de febrero, hace 145 años, hacia México, en el City of Havana.

 

Por la ciudad de Progreso, en Yucatán, arribó el 28 de febrero.Al día siguiente viajó hacia la cercana Mérida, donde se relacionó con intelectuales y miembros de la colonia cubana allí radicada y pudo visitar las fabulosas ciudades mayas de Chichen Itzá y Uxmal, y también la pieza lítica conocida como Chac-Mool. La grandeza de los pueblos prehispánicos llenó su corazón de profunda admiración.

 

Regresó a Progreso, donde se encontraba el 4 de marzo, para despedir a su familia: el padre; sus hermanas Amelia, Carmen y Leonor, y los hijos de esta —Alfredo y Oscar—, quienes viajarían en el Ebro rumbo a La Habana. La madre y su hermana Antonia habían viajado antes a causa de la enfermedad de la joven.

 

Nada le quedaba por hacer en México y al siguiente día, inició su viaje hacia Centroamérica.