Los ojos del Che
La suerte estaba echada para la tropa del Che. Múltiples factores confluyeron, y ya casi nada podría hacerse para cambiar el curso de los acontecimientos. El 8 de octubre de 1967 fue el momento final de la gesta boliviana.
Un cubano con olor a yanqui lo encara. Le pregunta agresivamente si sabe quién es él. El Che responde de manera viril:«Sí, un traidor». Y acto seguido lo escupe a la cara como recordatorio eterno de la decencia.El emisario de la muerte sale del humilde local y da paso al verdugo.
Entretanto, el asesino tiembla. Entra y sale varias veces de la jaula en la que tienen cautivo al jefe de la Revolución. Sus compañeros lo acusan de cobardía, pero era como si fuera cegado por una luz invisible que salía del Che, y que solo él podía ver en ese momento.
Hay quien asegura que la melena sobre los hombres le daba un aspecto mesiánico. Sin embargo, sus ojos eran dos espadas que se le clavaban en el pecho al agresor, y este, paródicamente, quedaba indefenso ante la mirada pura del gigante que había sido lanzado al suelo como un saco.
El asesino siente náuseas, tal vez por mirar con detenimiento los cadáveres de dos guerrilleros que también yacían en el piso; o quién sabe si repentinamente comprendió su triste papel en la historia y siente asco de sí mismo.
El Che, acostumbrado a lidiar con hombres, conoce a mil leguas de distancia el miedo y la traición. Intenta calmarlo y lo aúpa a que cumpla su misión: «Póngase sereno. Apunte bien. Va usted a matar un hombre». Esto descoloca mucho más al asesino.
Hasta ese momento el guerrillero padecía de un asma persistente y molesto que le dificultaba la respiración. Sin embargo, su conciencia estaba tan limpia que el jadeo lo abandonó, y sus pulmones respiraron más calmados que nunca.
El asesino empuña su arma. Hubiera querido salir corriendo de aquella escuelita abandonada en el medio de la selva, y que hasta ese momento nadie sabe que existe. Pero no lo hace, en cambio, no solo da dos pasos hacia atrás, sino que tira del gatillo de su fusil Garand, y con esa acción pone el nombre de la escuelita en la historia de la humanidad.
No tuvo valor para dispararle al Che mirándole a los ojos, así que apretó fuertemente los suyos y echó a volar la primera ráfaga. Lo que vio, lejos de retorcerlo, lo llenó del valor que le da al cobarde cuando la víctima no se puede defender. Y como hacen en el paredón los encargados de tan macabro trabajo, lanzó la segunda ráfaga para asegurarse que el hombre universal había sido asesinado.
En palabras del poeta Mario Benedetti: «Sin embargo los ojos incerrables del Che / miran como si no pudieran no mirar / asombrados tal vez de que el mando no entienda / que treinta años después sigue bregando / dulce y tenaz por la dicha del hombre».
Después de muerto, los ojos permanecieron abiertos. Un cura bendijo el cadáver y cerró los ojos, pero al llegar al hospital, seguían abiertos.
Aunque simularon una muerte en combate, el verdadero propósito no lo pudieron cumplir. Si bien los militares bolivianos amedrentaron a los campesinos para que no apoyaran a los guerrilleros, fueron esos mismos humildes quienes luego parieron el mito de San Ernesto de La Higuera.
Después de cincuenta años, quien quiere conseguir un sueño imposible, pero justo, invoca el nombre del santo, con la esperanza que la luz de sus ojos los ilumine en el camino de la victoria siempre.
Referencias
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