CÓMO CUBA DESPIDIÓ A FIDEL (1)
Amaneció oliendo a humo de velas, sollozos, recuerdos queridísimos, tristeza profunda... Era sábado, 26 de noviembre de 2016. Solo unas horas Cuba conoció que Fidel dejó de ser un hombre de carne y hueso para volverse brisa sobre las cumbres nublosas de la Sierra Maestra, viento fuerte al pie de las rocas que protegen los litorales, sentimiento y energía en el alma de los cubanos buenos, argamasa segura para los tejidos de la nación.
Esa noche, la escalinata que tantas veces subió cuando era estudiante de Derecho y donde dijo que se hizo revolucionario, se convirtió en un altar para él, lleno de la luminosidad y calidez de los cirios ante imágenes donde se le veía joven y vigoroso, con su barba oscura, sus ojos infinitos, sus ímpetus en la tribuna cuando le hablaba al pueblo. Era un Fidel inmune a los finales, renaciendo en cada evocación, vencedor de la muerte y del tiempo, perpetuándose en la memoria de las mayorías con los mismos bríos con que entró a La Habana en enero de 1959.
«Te extrañamos mucho gran amigo, mucho. El pueblo te quiere y más te quiero yo, padre barbudo», se lee en una de las cartas sobre el mar de cintas y rosas a la entrada del Memorial José Martí, donde, desde las 9:00 de la mañana del lunes 28 se dispusieron salas, como en cada poblado de la Isla, con su foto de guerrillero con la mochila y el fusil al hombro para que los agradecidos fueran a honrarlo.
Llegaban de todas partes de la capital y constituían tres filas interminables hasta después de la ida del Sol. No importaba que la urna con sus cenizas descansara desde el día 26 sobre un pedestal en la Sala Granma del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (Minfar), porque el lazo espiritual de un hombre con su pueblo hacía que quien durante esos días pasara frente a su imagen, sintiera la mística reciedumbre de su presencia.
Personalidades de la cultura, el deporte, las ciencias, extranjeros; generales, oficiales, cadetes, camilitos, sargentos, soldados, católicos, protestantes, espiritistas, personas con alguna limitación física, madres, ancianos, padres con niños en los coches, abuelos con sus nietos... Una muchacha con las medallas de su padre fallecido puestas en el pecho lo visitó a nombre de los dos; un camarero le llevó las fotografías de cuando le sirvió en varias recepciones; una joven trajo una carta de su madre y una rosa de su jardín; otros, poemas, flores, y algunos anduvieron el sitio con las manos vacía tras la espalda, pero el pensamiento lleno de sagradas remembranzas. Sollozan y salen con la vista caída. Una señora mayor lo hace llorando y antes de abandonar el Memorial se detiene, cierra los ojos, entrelaza los dedos y reza.
El estallido pausado de veintiuna salvas de artillería estremeció a La Habana desde la fortaleza de San Carlos de la Cabaña. Al mismo tiempo, igual número de cañonazos se escucharon en Santiago de Cuba. Del martes 29 al sábado 3 de diciembre, Cuba sintió el estruendo doloroso de una salva de cañón cada hora entre las 6:00 de la mañana y las 6:00 de la tarde. Y el domingo 4 de diciembre en la mañana, cuando en Santa Ifigenia se guardaba el tesoro, otras veintiuna, tanto en Santiago como en la capital, conmovieron a todo el país.
Aclaraba el sabio historiador Eusebio Leal que algo similar solo había ocurrido una vez en la historia de Cuba, cuando murió el Generalísimo Máximo Gómez «y se ordenó tal duelo para que se supiera que caía uno de los últimos grandes libertadores, si no el último libertador del continente americano».
Y sucedía entonces de nuevo con la partida de Fidel, el gigante de verde olivo, el político brillante que, como siempre dice el comandante Guillermo García, jugó cuanto quiso con la inteligencia norteamericana, el líder sensible que sentía como suya las penas o las alegrías de su gente; el hombre de la camisa sudada entre las briznas de la caña luego de cortar toda una mañana a la par de los otros macheteros, el de las botas desgastadas en los tiempos del Período Especial, el que en los jeeps andaba los caminos más intrincados, el Fidel tan querido por su pueblo.
Un niño entró a la plaza con un dibujo que, aún con sus trazos tiernos, mostraba al Comandante frente a unos micrófonos, «porque él siempre hablaba en la televisión». Allí estaban también los viejos compañeros de lucha, entre ellos Pedro Gutiérrez Santos, uno de los muchachos que en julio de 1953 disparó a los muros del cuartel santiaguero. Encanecido a sus 83 años, y en silla de ruedas llevado por su hijo, fue a despedir al Jefe. «Si en el Moncada y otros momentos difíciles lo acompañé, no podía faltar aquí. Él es un padre para todos».
Los pasos de cubanos en el Memorial no se detuvieron los próximos dos días. Más de cinco horas podía tardar la espera en las filas, pero los habaneros sabían que Fidel pronto marcharía hacia Oriente para dormir la eternidad, y ninguno quería que se fuera sin su tributo.
En la última guardia el 29, Raúl, su hermano de sangre y de ideas, quien lo acompañó siempre en sus batallas, le rindió el más hondo homenaje. Allí, en firme frente a la histórica imagen, quizás regresaron a su pensamiento, como una ola de nostalgias, las reminiscencias de la infancia en Birán, cuando él era un niño travieso que se escondía dentro de los baúles, Fidel corría las sàbanas sobre su caballo veloz, o se bañaban en las aguas del río Mancas junto a los niños pobres del batey, aquellas horas de inocencia al amparo de sus padres y lo cedros cuando nació el cariño fraterno e inquebrantable que se tuvieron toda la vida.
Esa noche la plaza se llenó de jóvenes, de pueblo. Parecía que el Comandante en Jefe aparecería en cualquier momento y comenzaría uno de sus discursos interminables, en los que hacía vibrar a los cientos que lo escuchaban. Entre la multitud, un pequeño de unos cinco años sobre los hombros de su padre alzó un teléfono celular que en toda la pantalla ponía: RAÚL, para que supiese el General cuánto lo quieren los niños y que los cubanos, en esas horas de dolor, estaban junto a él.
Varios gobernantes y primeros ministros de naciones amigas hicieron uso de la palabra. El presidente venezolano Nicolás Maduro recordó lo que Fidel, con su habilidad de viajar al futuro, les confesó a él y a Evo Morales el 13 de agosto de 2015, cuando cumplía, precisamente, 89 años:
«(...) en una larga conversación de pronto nos vio a los ojos con su mirada de águila y nos dijo: “Maduro, Evo, yo los acompaño hasta los noventa años”. Y yo le dije sorprendido, porque Fidel todo lo que decía lo cumplía, le dije: “No, Comandante, no nos puede dejar”. Y él me miró con mirada compasiva como de un padre a un niño y me dijo: “Ya yo hice lo que tenía que hacer, ahora les toca a ustedes”.
Y muy emocionante resultó también oír cuando el mandatario nicaragüense Daniel Ortega preguntó: «¿Dónde está Fidel?», y un mar de pueblo le respondió: «¡Aquí! ¡Aquí!» Y luego: «¡Yo soy Fidel! ¡Yo soy Fidel!».
Antes de concluir la ceremonia, la voz herida y fuerte de Raúl se levantó, como dominada por esa fuerza recóndita que poseen los hombres de dimensión colosal: «Fidel consagró toda su vida a la solidaridad y encabezó una Revolución socialista “de los humildes, por los humildes y para los humildes», que se convirtió en un símbolo de la lucha anticolonialista, antiapartheid y antiimperialista, por la emancipación y la dignidad de los pueblos. Sus vibrantes palabras resuenan hoy en esta plaza».
Los relojes marcaban las 10:55 de la noche; y mientras Fidel, desde imágenes históricas era visto por todos en los últimos minutos de la concentración, y la canción, "Su nombre es pueblo," cantada por Sara González, llenaba los aires, un cofre de cedro, aún sin terminar de secar la pintura, llegaba en las manos de sus fabricantes hasta el Minfar, donde varios carros se alistaban y a un armón verde olivo le ajustaban cierres y seguros. Solo faltaban algunas horas para que, al despuntar la amanecida, comenzara el viaje de más de mil kilómetros hasta la cuna rebelde de Santiago de Cuba.
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